Educar y aprender en el contexto de la pandemia por Covid-19 es sinónimo de enormes desafíos: la incertidumbre y la virtualidad desencadenan un sube y baja de emociones diario para docentes, familias y estudiantes, sin que necesariamente se disponga de las respuestas precisas ni de las acciones necesarias para cuidar de la salud mental en un entorno como el actual.
Según datos de la Universidad de Costa Rica (UCR), de marzo del año 2020 a mayo del 2021, la Oficina de Orientación de la UCR atendió a 1152 estudiantes con problemas de salud mental y, en total, se registraron 4546 casos relacionados con este aspecto, mediante la teleconsulta psicológica y psicología en línea.
Por su parte, la Vicerrectoría de Docencia reportó 180 docentes incapacitados desde que se inició con la modalidad virtual, de los cuales 111 son mujeres y 69 hombres.
Depresión, estrés, ansiedad y autolesiones se cuelan entre las lecciones, mientras el silencio es cómplice de ambientes tóxicos que en nada favorecen el proceso de aprendizaje entre docentes y estudiantes.
El tema no es exclusivo de ambientes universitarios: la salud mental es un tema que hay que conversar desde la niñez. Cada día, el Hospital Nacional de Niños atiende al menos a una persona menor de edad debido a autolesiones como cortaduras y daños en la piel.
En niños y niñas, la ansiedad, la depresión y los trastornos en el control de impulsos detonan en acciones autoagresivas como cortarse, quemarse, arrancarse granos o piel de los dedos y hablar mal de sí mismos.
El desafío es enorme y la Organización Mundial de la Salud (OMS) emitió una alerta en mayo de este año en la que advierte “la necesidad de aumentar urgentemente la inversión en servicios de salud mental si el mundo no se quiere arriesgar a que se produzca un aumento drástico de las enfermedades psíquicas”.
Este tema no es accesorio ni una moda. Es más que urgente normalizar la conversación sobre las emociones y abrir más espacios de conversación en las aulas y en las casas que propicien la escucha activa y sin juzgamientos sobre lo que sentimos. Frente a una situación de emergencia sanitaria como la pandemia, las instituciones educativas cumplen un rol trascendental en generar ambientes cálidos, cercanos y de acogida de las vivencias emocionales de sus estudiantes.
En el libro “Educar con humor”, el guionista y periodista español Carles Capdevila decía que “el estado de ánimo de los profesores es el activo más importante de la sociedad”, ¿qué estamos haciendo para protegerlo en tiempos de pandemia? Educar debe ser sinónimo de motivar, comunicar y crear vínculos de confianza entre profesores y estudiantes para que el entorno sea favorable al intercambio de saberes, ideas y opiniones. Sin embargo, la tarea no es sencilla cuando el entorno y las emociones juegan en contra de quienes aprenden.
Cambiar el ángulo
En tiempos de pandemia, las familias no pueden pretender que la maestra esté disponible a cualquier hora del día para responder mensajes por WhatsApp y revisar tareas a toda hora ni el docente puede pretender que el estudiante funciona igual a como lo hacía en entornos presenciales.
Es momento de redefinir la labor del docente como un guía de los procesos de aprendizaje, en lugar de ser un expositor que recita contenidos por Zoom y que es considerado “efectivo”en la medida en habla una hora por videoconferencia. ¿Quién puede sentir motivación en un entorno tan aburrido para aprender? Eso no es educación virtual y los efectos negativos de su mala praxis pueden llegar a traducirse en frustración para el docente y los estudiantes.
La Junta de Pensiones y Jubilaciones del Magisterio Nacional (Jupema) presentó al Ministerio de Educación Pública (MEP) un estudio en el año 2017 denominado “Síndrome del quemado en los docentes de primaria y secundaria” , donde se entrevistó a unos 15.000 educadores y se detectó que el 30% padece el “síndrome del trabajador quemado”; un trastorno emocional vinculado al estrés. A la luz de la pandemia, ¿cuánto habrá incrementado ese porcentaje?
Un docente desanimado afecta la calidad de las lecciones que imparte y la motivación entre sus estudiantes. El exceso de carga laboral y el tabú de hablar sobre salud mental se confabulan para que educar con alegría sea una tarea cuesta arriba.
A la luz de estos datos, conviene que las autoridades de Educación y de Salud velen por cuidar de un activo tan importante como es la salud mental de quienes están en las aulas y que desde las familias se generen más espacios de diálogo sobre el tema.
Lejos de saturar de materias y contenidos para memorizar o hacer tareas, conviene hacer pausas y preguntarse: ¿qué enseñar?, ¿cómo enseñar?, ¿para qué enseñar? Educar para la vida, implica dotar a niñas, niños y jóvenes de habilidades básicas como el trabajo en equipo, la empatía, la resolución de problemas y la comprensión de lectura: todas muy necesarias en este siglo XXI, y enseñarles a que el docente no tiene que ser quien les resuelva todo, sino un facilitador del proceso de aprendizaje.
De la motivación en las aulas dependerá el éxito o fracaso de las generaciones que hoy abren las páginas de los libros. Dejemos de responder que estamos “¡pura vida!”, cuando la carga emocional pesa. Normalicemos hablar de las emociones, en la casa y en las aulas.
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