Los hogares más pobres del país pagan un alto precio en términos de oportunidades y de acceso a recursos básicos como el comedor escolar, cuando maestros y personal administrativo de las escuelas atienden la convocatoria irresponsable de gremios sindicales a quienes poco les importa el rezago educativo que hoy se vive en las aulas.
Ocupados en llamar a las “huelgas intermitentes”, los sindicatos parecieran ignorar que miles de niños y jóvenes asisten a este curso lectivo con serios rezagos en sus procesos básicos de lectoescritura y habilidades numéricas, fruto de 89 días de paro en sus casas, entre setiembre y diciembre del 2018.
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Los sindicatos necesitan más visitas a las aulas para comprobar cómo niños de cuarto grado de Primaria, que se supone ya completaron su proceso de lectoescritura, hoy escriben con una ortografía de vergüenza y sin poder leer con fluidez un par de párrafos. Esto pareciera no importarles ni tampoco la brecha que abren entre quienes sí pueden asistir a una educación de calidad y quienes no tienen otra opción que soportar en casa las voluntades de estos gremios.
Según el Programa del Estado de la Educación, la suspensión del servicio educativo por la huelga del 2018 afectó directamente a los hogares más vulnerables, cuya única opción educativa para sus hijos es el sistema educativo público. Son familias que no tienen la opción de pagar tutorías privadas para reponer el tiempo perdido y las deficiencias que arrastran sus hijos.
Esos hogares más pobres incurrieron en gastos de hasta ¢49.000 por mes, ante la falta de un comedor escolar y ante la necesidad de pagar por el cuido de sus niños, durante las horas que debían estar en clases. ¿Quién defiende a esas madres, jefas de hogar? ¿Quién recupera el tiempo perdido y el rezago que arrastran sus hijos? ¿Con qué esperanza se puede hablar de un mejor futuro para estas familias?
El daño es irreparable desde Preescolar hasta Secundaria. Contra cualquier argumento en defensa de las huelgas, suspender lecciones resta oportunidades. Es en las aulas donde se construye esperanza y donde los buenos docentes son capaces de motivar, de compartir conocimientos y de inspirar a sus estudiantes a ser mejores personas, con metas para la construcción de un mejor país.
Es evidente el desinterés de los sindicatos en la calidad de la educación costarricense, al anteponer su derecho a huelga sobre los intereses de los niños y de la competitividad de un país. Su simplicidad para convocar al paro pareciera reposar en las curvas de las calificaciones y en el reporte de estudiantes aprobados sin méritos que maquillan la mediocridad que habita en aulas de la educación pública costarricense.
El último informe del Estado de la Educación (2019) apunta que la huelga del 2018 “ha facilitado la reemergencia de conflictos no resueltos y actitudes defensivas, de reclamos y desconfianza que, de no atenderse pronto, pueden convertirse en caldo de cultivo para situaciones de enfrentamiento recurrentes y llegar a perjudicar de manera irreversible el proceso educativo en su esencia”.
Los hechos demuestran que hay actores interesados en perpetuar esa desigualdad, robándole tiempo y calidad a nuestra herramienta histórica de progreso social: la educación pública.
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