Lo confieso: el ramen me encanta. Es un plato perfecto si está bien conseguido y lo como cada vez que puedo. Incluso, quise hacer ramen cuando tuve con un socio un pequeño restaurante de sánguches y ceviches en barrio La California, pero no lo hicimos. Lástima, habría sido satisfactorio.
El ramen lo internacionalizaron los japoneses, aunque tiene su origen en los fideos y sopa china. A finales de los años 1950 se popularizó en Japón y fue en las últimas tres décadas que alcanzó niveles de veneración, búsqueda incansable de encontrar el santo grial del ramen y un despliegue internacional enorme.
Hay programas de TV, películas, documentales y libros que dan cuenta del bum mundial por este plato, que en principio parece fácil de conseguir, pero que exige uno de los actos de amor más sacrificados de la cocina.
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No, el rámen no es fácil. Un buen ramen empieza y termina con el primer sorbo de caldo. Es la primera y la última impresión; la que puede dar al traste con el romance de ese día. Para conseguir un buen caldo se experimentará durante días, semanas o años hasta conseguir el objetivo: potencia, sabor, suavidad, presencia, umami, calidez, deseo, amor.
Hay diferentes ramen y existen tantas recetas de él como recetas de olla de carne o de gallo pinto. Cada persona, cada familia, cada restaurante tiene la suya. Es probable que el ramen más popular sea el de cerdo (tonkotsu). Se realiza con huesos de cerdo, pero puede tener también una porción de huesos de pollo para conseguir el sabor deseado.
Las cocciones de estos caldos son maratónicas. Dependerá de cada cocinero cuánto tiempo requiere su caldo, pero uno bueno no se hace en menos de seis u ocho horas. De ahí en adelante todo es posible. Al caldo hay que sumarle los fideos. Los fideos más habituales se hacen con harina de trigo, pero al igual que el caldo esto varía según los gustos.
No puedo asegurar si solo es uno el restaurante de ramen que hace los fideos a mano, pero si hay otro me gustaría visitarlo (por favor, tenga la gentileza de decírmelo). Lo que sí puedo asegurar es que encontrar un sitio donde cocinen un ramen con tanto amor, obsesión por el producto y que además hagan sus fideos a mano, frescos, es todo un hallazgo.
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Ese lugar está en un pequeño y encantador restaurante en San José centro, sobre avenida 8, junto a la librería Erial, a unos cuantos pasos de la Corte: Atsui.
Atsui es un restaurante de las socias Bianca Ramírez, la chef, y Valeria Guardia, la administradora. Ambas sueñan y viven para el ramen, ahora y hace años, cuando empezaron el viaje de preparación para abrir, dos meses atrás, el restaurante anhelado.
Podría escribirles sobre las bien ejecutadas giosas, el pan bao (gua bao) de sabor y textura ligera, a punto de volar en las grullas de origami que las anidan, con el buche lleno de chancho mechado o tallos de hongos; o del postre con el que cerramos la noche, un wafle oriental, crujiente, del grosor correcto, bañado en leche condensada, cobijado por lonjas de fresa que corona una bola de helado. El waffle, crocante, aguanta el helado que se derrite poco a poco y se vuelve uno con la leche condensada antes de fundirse en la boca.
Podría, pero no, pues prefiero concentrar mis palabras y recuerdos en lo mejor de la noche: el tonkotsu. Ese ramen de cerdo que se sirve a la mesa es el resultado de 13 horas de cocción a la temperatura correcta, con los ingredientes que le ceden su sabor a la alquimia de convertir el agua en oro.
El sabor es concentrado y potente, pero ligero y sutil; enigmático, pero agradable; amistoso, pero brioso. Es un sabor complejo, que pone en guardia a todo el ejército de papilas gustativas que bajan el puente levadizo que lleva al posgusto, longevo, caluroso.
El tazón de ramen se sirve muy fiel al estilo japonés, con el alga nori, un extraordinario huevo casi duro, que marinan al menos durante un día en una mezcla de aceite de soya y especias. De ahí sale el color característico y un sabor maduro, especiado, que chispea en la boca.
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En el plato, dos lonjas de carne de cerdo tiernas (chasu), de sabor casi dulce, cocidas lo suficiente para comerlas hasta sin dientes, anuncian que todavía hay más: ahí, damas y caballeros, debajo del dorado caldo de cerdo están los fideos hechos a mano por las manos obsesivas de Bianca.
No es solo el sabor a pasta fresca (uno de los inventos más extraordinarios del hombre: hacer harina y mezclarla con agua), sino, también, la textura: firmes, suaves y resistentes. Los fideos no se deshacen y hasta la última cucharada de caldo estarán dispuestos a irse con los palillos.
El conjunto se balancea con el verde del cebollino y los sabores ferrosos y acre del frijol nacido.
Este ramen (¢6.800*), de los dos que probé es el que más me gustó. El otro fue el shoyu (¢6.000), elaborado el caldo (con tanto esfuerzo como el de cerdo) con mariscos y pollo, servido también con los mismos productos, pero con un giro, sobre todo por el aporte de los mariscos al caldo, concentrado, que recuerda las olas y el mar, la sal y la brisa.
Finalizo esta crónica con la recomendación del edamame: no lo hacen al vapor o hervido, sino que lo saltean y la elección de bañarlo con la salsa picantita de la casa es la elección ganadora, pues el sabor del frijolito tierno combina muy bien con el picante y su ajo.
Atsui significa calor en japonés. Si el ramen está bien logrado es un plato que parece simple, pero no lo es. No cualquiera logra que parezca simple. Es como una canción de los Beatles, sí, tiene una simpleza, pero alcanzarla no es fácil. En eso radica en gran medida la belleza y la cocina, que son la misma cosa: parece sencillo, pero solo es una muestra del gran esfuerzo que hay detrás.
El calor del ramen reconforta, anima; su sabor despierta, y la pasión, esfuerzo y devoción de Bianca y Valeria por su ramen son dignas de un maestro ninja japonés. Que su arte y pasión por el calor y el ramen sean tan longevas como una canción de los Beatles.
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*(Dato corregido: el precio correcto es ¢6800 y no ¢6500 como lo publiqué originalmente).