Las esquinas sirven para encontrarse. Eso lo sé desde que empecé a leer a Borges. Las esquinas son caprichosas, son sitios donde nace y muere la geometría. ¿Qué habrá al doblar la esquina? ¿Nos toparemos con nuestro enemigo, con el amor de la vida o solo será una esquina más en la que nada sucederá? La esquina tiene sus metáforas: “se fue a vivir a alguna esquina del mundo”, como quien dice, en algún rincón alejado; “tenía ese recuerdo guardado en alguna esquina de la memoria”, ahí puesto, un poco olvidado, pero a buen resguardo, como los buenos recuerdos.
Hace unos días volví a una esquina que me gusta: La Esquina de Buenos Aires. Buenos Aires es una ciudad cautivante, viva, llena de matices, cosmopolita y sensual. Argentina, como no pudo ser el imperio que soñaron algunos argentinos, se ha dedicado a colonizar el mundo a punta de tango, fútbol y asado.
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Y aquí, en un pequeño rincón de América, La Esquina de Buenos Aires se mantiene fiel, primero a la cocina de ese Buenos Aires de los restós y los cafés, si no también fiel a sí misma, que es lo mismo que ser fiel a sus clientes. Clientes que abarrotan las mesas y crean un ambiente alegre, distendido, cálido, cosmopolita, sensual en medio de la limitada escena nocturna josefina. Si me abdujera ET y me suelta con los ojos cerrados en La Esquina de Buenos Aires un día cualquiera en la noche, juraría que se trata de jun restaurante en Buenos Aires, Barcelona o Lima.
Muchos restaurantes con el éxito o el paso de los años empiezan la cuesta abajo. Llegar a la meta del éxito se puede lograr por una cabeza, pero mantener la calidad, la atención, el buen servicio por años o décadas es un trabajo arduo, que le consume la vida al apasionado propietario que aguanta ese demencial ritmo. Lograr que 50, 75 o 150 personas en una noche queden contentas con el término de la carne, la temperatura del vino, el tamaño de la porción, lo crujiente de la corteza del pan, el tiempo que tardó la comida en salir de la cocina, el trato del personal y la cuenta, es una ecuación compleja en la que se juntan todos los caminos. Y eso lo ha logrado hacer La Esquina de Buenos Aires.
Lo más fácil sería hablar del churrasco, de su majestad el bife de chorizo, de la entraña (madura, de sabor profundo, con un posgusto a umami duradero, tan duradero que todavía lo retiene alguna neurona en algún rincón de cualquier capa de mi cebolla cerebral), pero no, no voy a caer en la tentación de la carne, porque esos cortes no son exclusivos de Argentina y Argentina es más que Buenos Aires.
Buenos Aires, eso sí, es la cuna de la milanesa a la napolitana. No son tan originales los argentinos como para haber inventado un pedazo de carne aplanado y apanado, freído en aceite (ese invento se lo pelean los italianos, que en gran medida son los inventores de casi todo, hasta de los argentinos); eso ha de ser casi tan viejo como el pan mismo, pero sí lo han hecho suyo con mimos, tradición, amor y una variante que se ha documentado argentina: salsa de tomate y queso gratinado encima de la milanesa.
Para la milanesa de res la carne la prefieren de cuarto trasero, se golpea para adelgazarla y luego viene el ritual personal, familiar: que si sal gorda, que si fina, que si perejil, que si queso, que si doble pan, que si doble harina… Luego la salsa de tomate, el queso. O el queso y la salsa de tomate, la he visto de las dos formas (y comido). Crujiente, sin complejos, es más bien un plato casero en el cual podemos confiar siempre. A él podemos volver con la frente marchita 20 años después y seguirá dándonos satisfacción. Es este platillo cual Carlitos Gardel de la cocina, que cada día sabe mejor.
¿Qué habrá al doblar la esquina? Uno no sabe si se topará con la muerte casual en una esquina cualquiera, nos recuerda Jacinto Chiclana. Lo que sí sabemos es que Borges universalizó una mitología de argentinos, cuchillos y esquinas y los argentinos han universalizado el rito de la carne, la compañía, la buena mesa, el vino y el encuentro. Así han conquistado el mundo. La Esquina de Buenos Aires construye, con fidelidad, su propio destino.
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