El dolor era tan insoportable que el costarricense Alexis Ugalde Moya, de 48 años, le imploraba a los médicos que le cortaran el pie derecho.
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La angustia llegó al límite extremo de despedazar las barandas de la camilla, por lo que los médicos, a como pudieron, lo amarraron.
Su vida estuvo al límite del colapso al pisar un pez piedra, quizás el más venenoso del planeta. Dice que los doctores no se explican cómo se mantuvo consciente.
Esta tortura la vivió en agosto en Arabia Saudita, nación en la que trabajó los últimos cinco años como gerente de seguridad ocupacional en la construcción de una gigantesca planta de cemento. Ese mismo trabajo lo ha llevado a otros 25 países desde hace 12 años, incluyendo las africanas de Zambia, Nigeria, Zimbabue, Sudáfrica, Benín y Egipto, o las asiáticas de Jordania, Emirato Árabes Unidos y Baréin.
El día del imborrable accidente fue a bucear con dos compañeros franceses. Luego de estar bajo las aguas cristalinas, optaron por descansar en una parte del mar que es para niños, pues tiene muros para garantizar que no sea profunda.
Ahí, escondido entre la arena, estaba el pez, similar a una roca, lo que confunde a muchos, y que puede estar hasta 24 horas fuera del agua.
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Ugalde lo pisó y de inmediato sintió que apoyó su pie sobre una botella de vidrio hecha picos.
“Caí al agua y uno de mis amigos me sacó. Era demasiado dolor. Uno de mis amigos consiguió agua caliente y me echó para sacar el veneno y me llevaron al hospital. De la angustia intentaba pegarle a todo. El dolor es indescriptible”, narró.
En el centro médico los problemas aumentaron por la barrera del idioma. Los especialistas creyeron que fue un escorpión y le inyectaban medicinas para eso.
“Cuando el doctor entendió, estaba muy asustado por la cantidad de morfina que me habían puesto para reducir el dolor, pues estaba a punto de un paro cardíaco y aún así sentía el intenso malestar. Nunca había sentido algo tan terrible en mi vida”, narró.
De hecho, una persona puede morir por un infarto debido a este veneno.
El accidente le ocurrió a las 3 de la tarde y fue casi a las 2 a. m. del siguiente día que se apaciguó la tortura.
El pie derecho se le hinchó de forma impresionante, debido a las tres púas, una de las cuales se le incrustó completamente.
“Estuve dos meses con problemas por el dolor, aunque menos intenso. El pie se me resecó mucho y el dolor no se quitaba, debía tomar mucho medicamentos. Cuatro meses después, aún tengo una molestia al caminar e iré a un centro médico de Costa Rica a una revisión”, dijo.
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Mientras superaba esto en Arabia Saudí, con la compañía de amigos de su trabajo que prácticamente se volvieron hermanos, entre ellos varios sauditas, su familia sufría sin tener la posibilidad de darle un abrazo de consuelo, pues estaba en Cipreses de Oreamuno, Cartago.
Su esposa es Adriana López, con quien tiene una hija, Sofía, de 17 años. Su otro hijo, Byron, tiene 27 años y es de su primer matrimonio.
Este tipo de pez también está presente en nuestro país, según confirmó Mario Espinoza, profesor de Biología de la Universidad de Costa Rica e investigador del Centro de Ciencias del Mar y Limnología (CIMAR), también de la UCR.
"Peces de la misma familia o similares están en el Pacífico y Caribe de Costa Rica. Es una especie relativamente común en arrecifes rocosos, coralinos, y se camufla muy bien con el fondo. Tiene una toxina muy potente en esas espinas de las aletas y puede ser un pez peligroso; se mueve muy poco porque su estrategia es atraer a sus presas cerca para alimentarse", advirtió Espinoza.
Por su parte, Alexis Ugalde admite que trabajar en Jeddah, Arabia Saudí, fue difícil por la falta de cultura en seguridad ocupacional.
En ese país fue testigo de tormentas de arena y temperaturas que alcanzan los 52 grados Celsius. “Es como sentir en todo el cuerpo una secadora de cabello al máximo”, describió.
Además, hizo algo que pocos no musulmanes se atreven a hacer: ir a La Meca, la ciudad más sagrada del Islam.
Su mejor amigo saudí lo invitó y lo entrenó sobre lo que debía decir si algún guardia lo detenía para verificar si es musulmán.
“Si me descubrían, me enviaban a prisión mientras encontraban un vuelo para expulsarme del país. A la gente le da tanto miedo que pocos lo intentan, pero yo tenía convivencia de cinco años con ellos y sabía los principios básicos, cómo rezan, qué dicen. Estaba muy seguro que no me iba a pasar nada, no dudé ni un momento”, expresó.
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Otro lugar en el que estuvo por su empleo es Nigeria, donde no podía salir ni un momento sin el resguardo de una escolta armada.
“Lo más difícil para vivir es Nigeria, era del trabajo a la casa, la cual estaba en un residencial completamente amurallado, con torres de seguridad. Estaba a una hora de Lagos (la ciudad más importante de ese país)”.
Dice que el riesgo es ser secuestrado, pues los extranjeros son un blanco apetecido para exigir un pago económico por su rescate a las empresas o instituciones en las que trabajan”.
Su vida no ha sido sencilla. Hace 17 años, cuando su hija Sofía era apenas una bebé, quedó desempleado. Los meses pasaban y no tenía ingresos hasta que logró ir a una entrevista, aunque tuvo que pedir los pasajes prestados.
Apenas consiguió un empleo recogiendo basura en la construcción de una fábrica de cemento en Cartago, pero un golpe de suerte cambió todo.
Solo tenía un día, en el que ni siquiera llevó almuerzo por falta de dinero, cuando uno de los jefes le preguntó si tenía conocimiento en mecánica; respondió con un sí, sin dudar.
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Le encomendaron un trabajo especial y lo hizo en menos de los dos días que le dieron de plazo; de inmediato fue ascendido y su salario subió un poco.
Luego, sobrevino una tragedia con la muerte de un trabajador, que le dio un giro a Alexis, pues sus recomendaciones para evitar nuevos accidentes lo convirtieron en el responsable de la seguridad ocupacional.
Meses después de que el proyecto concluyó, uno de sus jefes, de nacionalidad francesa, le pidió trabajar para una compañía multinacional, en seguridad ocupacional.
Su primer empleo fue en Zambia; a su familia le avisó una semana antes de partir.
Dice que primero tomó un vuelo a Madrid, España, y ahí no pasó apuros por el idioma, en la primera ocasión que salía del país.
Luego voló a Sudáfrica y en Johannesburgo quedó petrificado, pues no sabía qué hacer ni cómo comunicarse, hasta que una brasileña lo socorrió, al punto que prácticamente lo dejó en la puerta de la sala donde abordaría a su destino final.
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Al llegar a Zambia, en migración entregó todos los papeles, pero no sabía ni una palabra en inglés; los problemas de comunicación provocaron que lo pasaran a una salita durante dos horas, hasta que llegó el francés.
Ahora habla inglés y un poco de árabe por el tiempo que estuvo en Arabia Saudí.
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Esta es la decimaoctava historias sobre costarricenses que dejaron su país por diferentes circunstancias, se adaptaron a otra tierra, pero guardan el cariño por sus raíces.