La resiliencia es esa capacidad de salir adelante en los momentos más oscuros. Y con base en ello, vengo a compartirles, no una historia de superación, sino una de lucha, la cual empieza justo cuando los sueños se cortan.
Los sueños pueden ser ambiciosos o no tanto, pero son nuestros y luchamos por ellos a muerte. El mío era representar a Costa Rica en un Mundial de Futsal. Y no estaba tan lejos. Sin embargo, la vida me tenía otros planes, porque hace cuatro meses, ese anhelo se esfumó, quizás para siempre.
Mi nombre es Jorge Andrés Villalobos, tengo 27 años y hasta hace muy poco integraba el equipo de San Isidro en la Liga Premier de Futsal, así como la selección Mayor de Futsal de Costa Rica. Para muchos seré un desconocido, pero, con este texto, tal vez pueda servirle de soporte a alguien a quien se le acaba de apagar una ilusión.
El 30 de noviembre, en un entrenamiento con la Sele en el Proyecto Gol, desbordaba a un compañero e hice un clásico amague, uno que debo haber hecho un millón de veces antes. “¡Craaaaack!”, escuché gritar a mi rodilla derecha. Las lágrimas fueron instantáneas, como si estuviesen alertándome de lo peor.
“Si no quiere un reemplazo total de rodilla a los 40 años, debería pensar en retirarse”, fueron las palabras de los doctores justo antes de la operación, realizada unos infernales 35 días después.
Con ese pensamiento en la cabeza entré a la sala para ser intervenido quirúrgicamente de una segunda ruptura del ligamento cruzado anterior, a la que se le agregaron meniscos y cartílago también rotos. Demasiado rotos. Tanto como mi sueño de jugar el Mundial de Lituania en el 2020.
Por amor a la disciplina.
Mi historia en el Futsal viene desde hace diez años, cuando me enamoré de la disciplina. Disfruto demasiado de su alta intensidad, del espacio reducido y de pensar rápido. Además de que es imprescindible “majar” la pelota.
Fui seleccionado nacional desde el 2011. Fui a torneos en Brasil, Guatemala, Cuba y Hungría; viví los Juegos Nacionales hasta ser medallista y la Liga Premier de LIFUTSAL desde mis 17 años.
Quemé todas las etapas existentes para sentirme preparado para finalmente luchar por un campo mundialista, porque para el proceso de Tailandia 2012 renuncié por priorizar mis estudios en la Universidad de Costa Rica, donde obtuve la Licenciatura en Imagenología Diagnóstica y Terapéutica con la que hoy me gano la vida. Y para el proceso del Mundial de Colombia 2016, simplemente no era parte del grupo que ya estaba consolidado.
Sin embargo, desde el 2017, regresé a la Selección y probablemente vivía uno de mis mejores momentos: fui goleador con mi equipo San Isidro, fui protagonista de las fases finales de la Liga Premier, tenía la confianza de mis entrenadores y llegué a una madurez deportiva. Todas estas variables me permitieron ilusionarme. Hasta ese 30 de noviembre.
Frustración.
Es curioso como el sentimiento de frustración aflora aún más cuando nos dicen “todo va estar bien”… Como si fuera tan sencillo renunciar a algo por lo que se luchó con el alma. Nos preparamos para lo mejor, aspiramos a lo máximo y decidimos todo en pro de nuestros sueños, pero nadie nos allana el terreno para sobrellevar estos amargos desenlaces. Ahí es donde digo que el deporte amateur puede ser muy cruel, inclusive más que el profesional.
En Futsal a pocos les pagan. Se trabaja durante el día para poder entrenar en las noches. Y si bien los esfuerzos de todo el gremio son enormes, son casi nulas las condiciones de preparación física, entrenamiento, nutricionistas… Realmente solo los que lo aman saben lo que es darlo todo y sacrificarlo todo por únicamente el reconocimiento.
En lo personal, yo costeaba mi propio régimen alimenticio, recibía soporte nutricional, asistía al gimnasio. Estaba dando mi máximo por entrar a esa reducida lista mundialista. De ahí que si intentara buscar respuestas de porqué me sucedió esto, nunca las encontraría. Podría enojarme, reclamar o gritar, pero no conseguiría nada. Ese crujir de mi rodilla, similar a cuando se rompe una tabla de madera, seguirá resonando en mi mente. Ese alarido interior que me dijo de inmediato “¿y mi mundial?” será mi pesadilla de por vida.
Pero es justo acá donde la resiliencia me ha forjado más carácter. Enterrar un sueño desde niño no es tan fácil como escribirlo en unas cuantas líneas. Algo que no se sale del corazón, difícilmente pueda salirse de la mente. Desde ese 30 de noviembre, he llorado infinidad de veces, pero sé que tengo que seguir adelante, con valentía.
Gracias a mis estudios, trabajo en el Servicio de Radioterapia del Hospital San Juan de Dios. Este es el lugar donde más he aprendido y más me han enseñado. Atender, ayudar y poner todo mi conocimiento y esfuerzo en dar esperanza a las personas con diagnóstico de cáncer, me hace entender que a pesar de dejar un sueño mundialista atrás, me queda mucho por hacer. Y me demuestra que son ellos, los pacientes, los que definitivamente juegan un mundial día a día.
Ahora, todavía renqueando y en plena rehabilitación para mejorar una movilidad que nunca más llegará al 100%, me enfoco en otro sueño, uno más grande, que es el de compartir entusiasmo, a pesar de la oscuridad que se atraviese. Y mi meta es contagiar un ambiente de victoria y que todos puedan visualizarse recibiendo cosas positivas, dejando el pasado atrás y luchando por nuevos sueños.
Nota del editor: En Desde la grada buscamos historias escritas por los propios protagonistas del deporte de alto rendimiento. Contácteme a david.goldberg@nacion.com, si tiene interés de ser parte de esta iniciativa.
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