No hay día que no eche de menos jugar tenis a nivel profesional. Hay tantos momentos en mi retina acerca de mis 11 años de carrera que sería difícil nombrarlos todos.
Sin embargo, no fue una época fácil. Muchos quizás pensarán en que hay mucho dinero, viajes y fama envueltos… Pero lógicamente no todos tenemos la mano de Federer, la intensidad de Nadal y el posicionamiento de Djokovic para poder alcanzar todo eso.
Para muchos es más que satisfactorio el haber dado batalla en los más grandes escenarios. En haber estado ahí, peleando con los nombres que venden las entradas. Yo, incluso, puedo decir con orgullo que en la repisa de mi casa tengo un trofeo de un torneo 250 de la ATP; que jugué en 17 Grand Slams; que fui 55 del ranking mundial. Pero no se imaginan lo que tuve que luchar para llegar ahí.
Es que el deporte profesional es duro y eso nadie te lo dice. La ilusión es un gran aliciente, pero a veces no rinde por sí sola. Hay que acompañarla con horas de sudor, sangre y lágrimas. De esfuerzo, sacrificio y dolor.
Lectores de una generación similar a la mía (hoy tengo 44 años) quizás sí sepan algo de mi currículum. Otros más jóvenes posiblemente no, pues me mudé a España desde los 14 años y aquí hice mi vida. Aquí resido junto a mi esposa, Elena, y mis dos hijos, Gonzalo y Blanca. Ya casi no viajo. Disfruto de reponer el tiempo que no estuve cerca de mis padres y me dedico a la enseñanza del tenis.
A esos jóvenes les cuento que gané la Copa del Café dos veces en dobles (1992 y 1993, con Adam Gusky, de Estados Unidos, y Jason Weir-Smith, de Sudáfrica, respectivamente) y jugué una final en singles (1993), siendo, lastimosamente, el único costarricense en hacerlo al día de hoy. Por esa razón es que, cuando se acerca la Copa, siempre me preguntan por qué los ticos no logran pasar las primeras rondas. Mi respuesta es contundente: no están preparados ni entrenados como los que sí llegan a destacar. Y en la vida hay una premisa ineludible: sin trabajo, no se triunfa.
Golpe de realidad.
Yo nací en Costa Rica, al igual que mis hermanos. Mis padres son españoles, pero vivíamos felices en San José. Aún después de tanto tiempo afuera sigo sintiéndome igual de tico que el día que nos mudamos a Murcia. Incluso, siempre empiezo las conversaciones con mi papá con un: “¿Qué pasó playo?” y él me contesta “¿qué pasa huevón?”.
A los seis años ya practicaba tenis y natación. Me levantaba sumamente temprano para primero ir a la piscina y luego a la cancha. Después iba a la escuela o al colegio. Tuve la disciplina para no fallar ni un día. No recuerdo ni siquiera que me costara levantarme y salir a entrenar. Eso me ayudó a marcar una diferencia en rendimiento en el país.
No obstante, todo cambió al aterrizar en España. Tuve que empezar de cero, porque de inmediato, dejé de ser el campeón de todas las categorías a perder por tremendas palizas en las primeras rondas. Aunque nunca me la creí tanto, sin duda, fue un golpe a mi autoestima. Pero sirvió para motivarme otra vez.
Pasé a entrenar cinco horas diarias y en los tres meses de vacaciones jugaba torneos por toda España. Así se me fueron dos años de mi adolescencia.
Regresamos a Costa Rica a finales del 91 para la Navidad y para la Copa del Café, el torneo que todo tico ansiaba jugar y, en nuestros sueños, ganar. ¡Qué locura de partidos y de ambiente! Principalmente el año siguiente, que también volvimos porque ya había ciertas expectativas sobre mí. Fue una semana fantástica, con juegos de infarto, con un público increíble, animando y festejando. Nunca he visto una pista de tenis así. Fue una explosión de emociones que nunca olvidaré.
De verdad que quisiera haber ganado esa final de singles. Se la hubiese dedicado a mi abuelo materno, Antonio Casero, quien murió esa misma mañana. Me acuerdo de él a diario.
Sin embargo, esas derrotas son las que encienden el deseo de mejorar. Unos meses después, cuando cumplí 18 años, decidí cambiar de aires y me instalé en Barcelona, con la fantasía de convertirme en jugador profesional. Lo hice desoyendo a mis padres, quienes querían que aceptara una beca para estudiar en Estados Unidos.
Ese quizás fue el año más duro, con sesiones de entrenamiento y giras de torneos extenuantes e interminables. Además, el crecimiento me parecía lento, martirizador.
Pero hubo un entrenamiento que me marcó. Mi coach acordó una práctica con Alex Corretja y Pato Clavet, ambos en el top 100. Mi compañero Felix Mantilla y yo estábamos avisados de que teníamos que hacerlo bien, si queríamos volver a entrenar con ellos. ¡Yo lo único que quería era no hacer el ridículo!
Empecé más o menos, pero acabé decentemente y quedamos en repetir la siguiente semana. En esos días me maté entrenando y cuando llegó el día, le gané a Pato el set de práctica. Ahí confirmé que el esfuerzo máximo me podía llevar a cumplir mis metas.
Con paciencia, empecé a tener buenos resultados. Me costó subir cada escalón, pero poco a poco pasé de torneos satélites (ahora Futures), a Challengers y más tarde a los de ATP. El camino fue duro, y a veces desolador, pero llegué. Por eso, con el tiempo le he dado más importancia a lo que experimenté en mi carrera. También me ha hecho ser más crítico, tanto en lo bueno, como en lo malo.
Por ejemplo, la deuda conmigo mismo siempre será mi marca en Grand Slams: 17 participaciones y ninguna victoria. Cuanto más lo pienso, menos me lo creo. Tuve partidos malos, regulares y muy buenos, pero al final no gané ninguno. Hubo un momento que me obsesioné tanto, que dejé de disfrutar los torneos y eso afectó mi rendimiento. Es la única espina que me quedó clavada en mi época profesional.
Lo mejor.
Pero justo por esos instantes frustrantes es que me doy cuenta lo mucho que valoro el haber jugado, y haberlo hecho bien, contra nombres como Thomas Muster, Michael Chang, Gustavo Kuerten, Wawrinka, Murray y el propio Djokovic y Nadal. ¡Incluso gané un challenger con Del Potro en dobles!
Aunque siempre habrá dos partidos más que especiales. Uno fue ante Marcelo Ríos, en Chile, en 1998, en el que si me ganaba, él volvía a ser número uno del mundo. Tenía a toda la gente en contra, pero gané 7-5 en el tercer set y salí escoltado por la policía. Nunca más volvió a ser el número uno. El otro fue ante Pete Sampras, en Roland Garros de 1999. Fue el más famoso de mi carrera. Perdí en cinco sets, pero todavía se me viene a la mente un set point que tuve en el tercero, cuando me equivoqué en una derecha.
Eso sí, las mejores semanas tenísticas de mi vida fueron en 1999, en el pequeño pueblo costero de Bastad, al sur de Suecia. No hay mejor sensación que llegar el último día del torneo y levantar el trofeo de ganador. Recuerdo con orgullo volver al estadio después del festejo, en la madrugada, y sentarme solo en lo más alto de las gradas vacías y pensar, con el mar de fondo: ”yo gané aquí"...
La gente ve a Federer, a Nadal y Djokovic triunfar en casi todo lo que juegan con cierta facilidad, por lo que no dimensiona lo difícil que es ganar un torneo, por muy pequeño que sea. Sin embargo, se requieren años de preparación y esfuerzo. Incluso para ellos.
Por el período que pude, yo lo intenté. Ahora solo deseo ver al próximo tico que lo haga. Y lo logre. No será fácil, pero si se prepara como obliga este exigente nivel, quizás pueda llenar, no solo su carrera de emocionantes recuerdos, sino su propia de repisa de trofeos.
Nota del editor: En Desde la grada buscamos historias escritas por los propios protagonistas del deporte de alto rendimiento. Contácteme a david.goldberg@nacion.com, si tiene interés de ser parte de esta iniciativa.