Desde pequeña me gustó correr, pero siempre me atrajo más la resistencia que la velocidad. En el equipo de atletismo de mi escuela prefería competir en “la milla” o los 1.500 metros y no los fugaces 100 o 200, que eran la opción casi automática del resto de niños de mi edad. La rápida infusión de adrenalina no me era suficiente. Necesitaba algo más duradero.
Sin embargo, esa joven versión de Ligia Madrigal nunca imaginó que del sentimiento que se iba a enamorar más adelante sería del dolor intrínseco de las largas distancias.
Llevé un proceso bastante completo en esta disciplina: De adolescente corría 10 kilómetros, a los 20 iba a medias maratones e incluso participé en una maratón. Ahora, con 46 años, soy ultramaratonista.
Recuerdo que descubrí mi destino deportivo cuando debuté en la carrera del Chirripó, en 1998. Para quienes no la conocen, son aproximadamente 17 kilómetros hasta Base Crestones y luego hay que regresar (34 km en total). Es un trayecto sumamente duro. No obstante, esa vez supe que lo mío era la montaña. Nunca más quise correr en la calle. Y más bien pensé en qué pasaría si le subía un par de niveles a la intensidad.
Lo extraño de este camino que elegí es que sufro demasiado y no disfruto tanto. ¿O será, más bien, que precisamente eso es lo que disfruto?
Hay quienes pensarán que las ultramaratones son un paseo que permite relajarse al ver bellos paisajes montañosos y brincar por lo potreros, pero eso sucede poco. Apenas por unos instantes aislados. En el fondo, correr a través de la montaña por 415 kilómetros es masoquismo (esa es mi distancia récord actualmente).
Satisfacción única.
La satisfacción está en descubrir cuánto puede aguantar nuestro cuerpo, en averiguar hasta dónde puede llevarnos nuestra mente. Porque créanme que muchas veces he sentido que voy en modo automático, que mi cuerpo no es mío y que camina por sí solo, como por inercia. No obstante, mi personalidad resultó buena para aguantar y no rendirse. Es por eso que mi papá me puso el sobrenombre de “Mulita”.
Es que las ultramaratones son la forma más pura de reencontrarse con el carácter nómada del ser humano, el cual se basa en cubrir largas distancias mientras se lucha y subsiste con los elementos, en superar adversidades y hacernos más fuertes.
Pero que no se malintreprete. No todo es malo. Hay momentos épicos, de felicidad extrema y de control total. Y son los que le dan significado a todo. Son breves, como el flash de una fotografía; sin embargo, es por ellos que acepto sufrir tanto y por tanto tiempo.
Por ejemplo, es mágico el instante en que aparece la meta en mi campo de visión, después de más de 100 horas de competencia en las que se avanza sin importar las variaciones del clima, después de sobrevivir caídas físicas y mentales, después de dormir a cuentagotas y de comer menos aún… Y es realmente delirante cruzarla con todo ese bagaje a cuestas. Esa sensación solo puedo compararla con lo que sentí cuando vi a mi hija Fernanda por primera vez.
La más dura de mi vida.
He competido en la Ruta de Los Conquistadores unas 15 veces, he corrido el Chirripó unas ocho y estuve en tres Mundiales de Aventura, en los que durábamos entre cuatro y siete días yendo hacia adelante sin parar. Así que tengo muy presente que cada carrera tiene sus retos y complicaciones.
No obstante, nunca enfrenté algo como los 350 kilómetros del Tor des Geants, en los Alpes Italianos, en el 2017. Nadie me preparó para eso.
A los 200 kilómetros de competencia, cuando transcurría el tercer día, una bronquitis me afectó y, en medio de esas montañas heladas, comencé a toser sangre y a arder en calentura. Físicamente iba mal. En ese momento ocupaba el cuarto lugar, pero lógicamente comencé a perder posiciones. Mentalmente me puse peor.
Lo lógico era retirarse. Ahorrarse el sufrimiento. No obstante, para mí no era una opción.
El día antes de viajar a la carrera, mi suegro y uno de mis mayores seguidores, el coronel de Bomberos Álvaro Escalante falleció. En su lecho de muerte me dijo: “Dios guarde no va a su carrera por mi culpa”…. No había forma en el mundo de que no la terminara.
Lloré en muchas partes del recorrido, unas veces de dolor, otras de miedo y otras de tristeza. Pero hablé con don Álvaro y sé que me acompañó en las partes más duras. Sé que él me empujó en el momento más crítico, el cual llegó a solo 40 kilómetros de terminar.
A la media noche, una helada cubrió todo de nieve, haciendo que la temperatura bajase a -20 grados. En mi estado realmente no sabía qué iba a pasar. Sentía que iba a morir ahí, enferma y congelada. Sin embargo, pensé en mi esposo, en mi hija y en mi promesa a don Álvaro…. Canalicé todos esos sentimientos y simplemente seguí.
Nunca olvidaré lo que fue cruzar esa masa blanca, escalar la montaña y ver los primeros rayos de sol golpeando al imponente Mont Blac, desde el cual ya sabía que solo faltaban 20 kilómetros de bajada. Lloré sin poder controlar las lágrimas.
Al final, después de 115 horas, acabé en el lugar 12 de la general femenino y fui la primera centroamericana en acabar esa carrera en la historia. Además, le cumplí al coronel. Todo había valido la pena.
“¿Cómo puede decir eso?”, se preguntarán algunos. “Eso es masoquismo y sufrimiento puro”, expresarán otros. Quizás. Pero gracias a estas experiencias pude conocerme mejor y saber cuáles son mis principales debilidades y fortalezas. Gracias a ellas rompí barreras y límites que pensaba que tenía. Y es increíblemente reconfortante y liberador darse cuenta de que uno es capaz de superar cualquier dolor o pensamiento negativo.
Nuestro cuerpo es demasiado inteligente. Cuando se da cuenta que uno no va a detenerse empieza a tratar de resistirse y manda cansancio, dolor de estómago, de espalda, de piernas… En fin, cualquier cosa que nos persuada a parar. Es ahí cuando el poder de la mente juega un papel crucial.
Por eso es que soy adicta a las ultramaratones, porque, a pesar de que en media carrera siempre juro que será la última, al acabar, mi corazón solo puede pensar en cuándo será la próxima.
Nota del editor: En Desde la grada buscamos historias escritas por los propios protagonistas del deporte de alto rendimiento. Contácteme a david.goldberg@nacion.com, si tiene interés de ser parte de esta iniciativa.