La vida del futbolista es increíble. Te pagan por hacer el deporte que amaste desde niño. Muchas veces jugás a estadio lleno, te patrocinan marcas, la gente te saluda…
Hasta he escuchado a niños decir “Yo soy Mcdonald” en mejengas de escuela. Eso me llega al corazón, porque también lo hice de pequeño y es una profunda señal de admiración. “Yo soy Miso”, “yo soy Fonseca”, “yo soy el Pato”. Esos eran unos cuantos de los que quería ser… Hasta quise ser Lonis cuando me entraban las ganas de ir al arco. La lista es grande.
Poder llegar adonde llegué es como un sueño. Realmente era mi sueño. Cabecear una bola de tenis en mi cama y cantar el gol era mi ritual antes de dormir, solo para luego seguir pensando en cómo gritaría la afición un gol mío; en que ese gol fuese el mejor del torneo; en ser el máximo anotador de ese torneo. Todo eso lo logré.
Me vienen muchos sentimientos al recordar estas cosas, por lo que les contaré dos anécdotas más, antes de pasar al punto clave de este texto, el cual quizás los sorprenderá.
La primera es salir de la puerta de mi casa hacia la cochera diciendo, “con el número tal… ¡Jonathan McDonald!” y yo mismo hacía el eco del estadio apoyándome… Les confieso que haber tenido el honor de vivir eso como jugador no tiene precio y lo agradezco en el alma, porque, de verdad, no sé si existe algo mejor.
La segunda es tomar una de las piedras con las que hacíamos el poste del marco y, como si estuviese sosteniendo un trofeo, simulaba dar una vuelta olímpica… Les garantizo que haber ganado dos campeonatos y haber compartido ese éxtasis con toda la afición es un privilegio para mí.
La otra cara.
Hasta ahí todo suena perfecto, ¿verdad? Hasta ahí todo suena como la historia ideal. Tristemente no lo es. Ese es solo un lado de la moneda, el lado que ustedes ven, el que les muestran los medios de comunicación. Sin embargo, yo también les voy a hablar de la otra cara del fútbol. La fea, la complicada, la tensa, una que, sí, a mí me ha cobrado facturas, pero es que no es fácil estar bajo la lupa las 24 horas del día.
Nadie se da cuenta de los que te insultan en la calle cuando manejás con la ventana abierta. De tus hijos indignados por los memes ofensivos y de lo que repiten sus compañeros tras escuchar a los adultos decir infinidad de cosas durante los partidos. De no poder ir de vacaciones a la playa sin que alguien le falte el respeto a su padre y de la risa de la gente alrededor, que en vez de repugnar el acto, se burla.
Se olvidan de la angustia que genera no poder ir a ver a tus hijos en su primer día del kínder o de la escuela porque hay entrenamiento, o de los pleitos con tu pareja porque hay poco tiempo para compartir y, cuando existe, es mejor quedarse en casa para evitar algún episodio. ¿Cómo es posible que no pueda salir a celebrar un aniversario con mi esposa y tomarme una copa de vino en público sin que me tachen de borracho?
Y, por supuesto, ustedes tampoco se percatan del periodista malintencionado que busca los “likes” en redes sociales con sus noticias sin fundamento y verificación, que hasta pueden dejar a una familia sin sustento, o bien, poner al público tan enojado que pueda llegar a la violencia. O del compañero que habla mal a tus espaldas porque quiere tu puesto o del dirigente que te amenaza con dejarte sin trabajo por “bajo rendimiento” o por presiones externas. Es que, en esta profesión, tener simplemente un mal día ya hace que muchos pidan tu cabeza. El esfuerzo y sacrificio se valora poco.
Por que sí, muy lindo anotar y festejar los goles, pero cuando te toca fallar, ¿qué? La frustración y la molestia no se queda en la cancha, como muchos pueden pensar. La búsqueda de una explicación te persigue hasta tu casa. Por días. Yo he llegado a pasar 24 horas sin comer y hasta tres días sin dormir tranquilo tras perder un juego importante.
Y todo eso hay que vivirlo por dentro, sin poder revelar ni una sola de tus emociones, porque algunos padres te endosan la etiqueta de ejemplo de sus hijos. No obstante, aunque el gesto me encanta, realmente no soy yo el que tengo que cargar con ese peso. No soy yo el que los tiene que educar. Para eso están ellos, para enseñar que, si lo que yo hice estuvo mal, no lo hagan ellos, o viceversa. Porque yo me equivoco, como todos.
Además, junto a todo esto, está el siempre acosador temor de que una lesión lo acabe todo en un parpadeo. Y ya estuve cerca de eso una vez, pues a mis 19 años escuché a un doctor decirme, antes de una operación, que había un 60% de probabilidades de que no pudiese volver a jugar. Desde ahí vivo cada día como si fuese el último, desde ahí juego cada partido como si fuese el último de mi vida. Sin importar lo que pase.
A esto desearía poderle agregar la frase “sin importar lo que digan”, pero no es tan simple. El ojo público es sumamente abrumador. Ustedes no lo saben y no los juzgo por eso, pero la lupa con la que se mira al futbolista puede ser muy pesada. Tal vez después de este artículo podrán entenderme mejor.
Del archivo:
LEA MÁS: Pasión e ilusión, escrito por Gustavo Matosas
LEA MÁS: La brecha entre los clubes ticos y mexicanos se agranda, ¿cuánto hay que sufrir por ello?
LEA MÁS: Solo para fiebres: La historia de Súpercampeones aún sigue dibujándose
Nota del editor: En Desde la grada buscamos historias escritas por los propios protagonistas del deporte de alto rendimiento. Contácteme a david.goldberg@nacion.com, si tiene interés de ser parte de esta iniciativa.