¿Cuántas veces hemos soñado con participar en una competencia importante acá en nuestro país? ¿O incluso competir en el extranjero? ¿Ir a un Mundial? ¡¿Ganarlo?!
Sin embargo, abrimos los ojos y todas las señales nos dictan una y otra vez que eso es imposible. Hasta que nos convencemos nosotros mismos de ello.
Hace varios meses, al sentir que me era cada vez más difícil realizar actividad física por una condición degenerativa en mis caderas, yo también pensé lo mismo. No obstante, hoy tengo una medalla en mi pared que me acredita como campeona mundial. Así que, créanme, nada es imposible.
Mi nombre es Amalia Ortuño, tengo 34 años y el 6 de julio gané los Wheelwod Games 2019, en Canadá, reconocidos como el campeonato mundial de crossfit adaptado.
El crossfit es ese exigente deporte que ahora muchos practican. Yo lo hago pero un poco diferente: lo hago sentada sobre una silla de ruedas. Debo hacerlo así, porque sufro de un desgaste inusual de las caderas y el cartílago, lo cual causa que mis huesos choquen unos contra otros. Es una condición que, además de ser muy dolorosa, hace que la articulación cada vez se ponga más rígida. Es algo que poco a poco ha limitado mi estilo de vida y que sé que no dejará de avanzar…
Siempre he practicado deporte. Aprendí a bailar antes que a caminar. Mi mamá tenía una academia y asistí desde que nací. También hice gimnasia, natación, atletismo y triatlón. Es decir, el deporte siempre fue vital en mi vida. El entrenamiento, la disciplina y la visualización de mejoría en los resultados me apasiona. Tanto que en el 2015, en uno de mis momentos de mayor rendimiento, decidí subir el listón y experimentar lo que era un Ironman.
Un diagnóstico inesperado.
No obstante, en un pestañeo todo cambió. A menudo se me viene a la cabeza ese día en que fui a una cita médica para obtener una referencia de terapia física, algo muy normal en las etapas de entrenamientos de endurance, ya que las lesiones, así como vienen, se van.
Lo que consideré que iba a ser algo sencillo y expedito se convirtió en una serie de exámenes, pruebas y diagnósticos poco alentadores.
Tenía un ‘tri' muy cerca, uno importante porque sumaba puntos para el ranking nacional y había trabajado todo el año por obtener un podio. Y estaba en la pelea. Sin embargo, la orden médica fue detener el entrenamiento al instante.
Una resonancia magnética reveló un problema en la cadera izquierda. No había tenido ningún golpe que justificara todo lo que salió, por lo que me enviaron seis semanas de reposo para ver si los síntomas cambiaban. Sino, requeriría cirugía.
Sin embargo, a las dos semanas el dolor aumentó. A las cuatro también. Y a las seis me confirmaron que iría al quirófano. Con esa noticia a cuestas me fui de “porrista" a aquel “tri” en el que tenía tantas aspiraciones. Y en la buseta de regreso me empezó a doler la cadera derecha… “No puede ser”, pensé.
En solo cinco meses acabaron operándome de ambas caderas. Pero sin el resultado esperado. El problema, el cual los especialistas concluyeron viene desde mi nacimiento, era más complicado de lo previsto: avanza con el tiempo, el daño a la articulación no se puede detener y la movilidad que se va perdiendo no se puede recuperar.
Desde ahí todo ha sido una montaña rusa de emociones. Lejos de recuperarme, los síntomas aumentaron, lo que hizo que brotaran la frustración, el enojo, la desesperación y la depresión.
Tres años después de las cirugías, cosas sencillas como amarrarme los zapatos, bajar o subir gradas, salir del carro, caminar y hasta dormir sin dolor, se volvieron más difíciles. Inclusive, cada vez debo apoyarme más en el uso de muletas.
Tocar fondo y luego salir.
Al verme en un sitio emocional cada vez más confuso, me dejaron hacer algo de ejercicio de tren superior y fue así como conocí el crossfit. Me gustó, pero no era suficiente, porque lo que extrañaba era la adrenalina de competencia. Pero el mundo me decía que eso estaba fuera de la cartelera. Que era imposible. Otra vez esa engañosa palabra.
Y en diciembre del año anterior, decidí renunciar a todo. Me cansé de esa lucha constante contra mi cuerpo. Ya no quería pelear más conmigo misma. Me resigné a que la lesión era más fuerte que yo.
Sin embargo, mi familia, mi esposo Camilo y algunos amigos no me dejaron rendirme. De verdad que son el mejor equipo de apoyo que puedo tener. Sus palabras y sus esfuerzos en los momentos más difíciles me llevaron hasta Andrés Arana, médico, entrenador personal y coach de crossfit adaptado.
En nuestra primera reunión le insistí que mi meta era competir, a lo que me respondió: “Yo quiero devolverte la sonrisa”. Asumí que era solo una frase genérica para engancharme y, aunque acepté probar por un mes, estaba convencida de que no iba a durar una semana.
No obstante, para mi sorpresa, en la segunda clase terminé agotada y pensé: “¡Esto es lo que me gusta!”. Conforme pasaron los días, la desconfianza en mí, en mi cuerpo y hasta en Andrés fue desapareciendo. Tomé valor, recuperé fuerza y alimenté mi autoestima. Y de a poco empecé a notar cómo la diferencia de entrenamientos con mis compañeros de clase se reducía. Ya yo podía hacer lo que ellos hacían; era una más.
Ese nuevo impulso me puso frente al Wheelwod Open, un torneo internacional, entre febrero y marzo, que era clasificatorio para el campeonato mundial.
A súplicas, convencí a Andrés de participar y contactamos a la organización. Me respondieron que la categoría que me corresponde es sentada, por lo que debía usar silla de ruedas. No me importó.
Una vez inscrita, empezaron a despertarse todos los sentimientos y emociones intrínsecos de una competencia. “Ahora sí, esto está pasando. Tengo que entrenar más, tengo que enfocarme en fortalecer mis debilidades”. No podía estar más emocionada.
Después, todo fue muy rápido. En el Open obtuve el tercer lugar entre 45 competidoras, lo que me metió en los Wheelwod Games. Y ahí sí que nos propusimos soñar en grande, porque los rivales ahora serían atletas Elite Adaptive de todo el mundo.
Los entrenamientos se intensificaron en duración, en cantidad de veces a la semana, en cantidad de veces al día. Llegué a hacer doble sesión, a veces de hasta dos horas cada una, por cinco días a la semana. Y así aterricé en Canadá, dispuesta a enfrentarme a 13 intensos workouts distribuidos a lo largo de cuatro días, pero sin saber que pondrían a prueba todo lo que soy.
Para el tercer día, los brazos, la espalda y la cadera me dolían terriblemente. Y durante una prueba en la que debía hacer una milla (1.600 metros) en silla por calle de lastre, 1.250 metros remando y una milla en silla de nuevo, creí que no podía más. “Quiero parar”, pensé en el momento más crítico.
La carrera en silla no es mi fuerte, por lo que desde el inicio iba agotada, rezagada, casi que rendida. Sin embargo, fue una experiencia que me sacó de mi zona de confort y me llevó a sobrepasar mis límites físicos y mentales, porque faltando 400 metros decidí que no había entrenado tanto para renunciar y logré acabar, manteniendo algunas posibilidades de ganar la tarde siguiente.
Finalmente, tras los tres primeros workouts de ese cuarto día, iba muy pareja con una muchacha de Estados Unidos, por lo que todo quedó para la última prueba del evento. Y en ella, por solo unos segundos, logré asegurar el primer lugar.
Al hacerlo, me consumió una sensación increíble, porque toda la preparación, sufrimiento, sacrificio y esfuerzo de los meses previos había valido la pena. Campeona del mundo. Todavía me cuesta decirlo. El sueño se volvió real. Y, sin duda, significa más que una medalla. Significa que logramos romper barreras, mitos y mentiras sobre los imposibles.
Porque gracias a este proceso comprendí que los límites no existen y que si aceptamos nuestra condición y trabajamos para sacar lo mejor de nosotros podremos alcanzar lo inimaginable. ¡Y lo mejor de todo, sí recuperé mi sonrisa!
Nota del editor: En Desde la grada buscamos historias escritas por los propios protagonistas del deporte de alto rendimiento. Contácteme a david.goldberg@nacion.com, si tiene interés de ser parte de esta iniciativa.