Si no lucho, no soy yo. Si no sufro, no soy yo. Así ha sido desde que tengo memoria.
Mi nombre es David Jiménez, pero en todas partes me dicen Medallita. Soy boxeador profesional, tengo 27 años y quiero ser campeón del mundo.
Sin embargo, sobre ese gran sueño solo me refiero al final de este artículo. El resto de líneas hablan de dolor, de trabajo, de sacrificio. Hablan del recorrido que he tenido que hacer para poder, de a poquitos, acercarme a ese sueño. Hablan del camino hacia un final feliz, cuando el inicio era solo triste.
Ah, y por supuesto, también se enterarán del por qué me dicen Medallita.
Mi infancia fue bastante difícil, porque a mis padres les costó mucho sacarnos adelante. Él era empleado de la Zona Franca en Cartago, mi provincia natal. Ella hacía balones de fútbol con sus manos, las cuales hoy todavía resienten esa labor.
Pero ni así les alcanzaba para mantener a sus tres hijos. La pobreza en el barrio Manuel de Jesús Jiménez era una amenaza constante. Era un rival necio, que pegaba duro. Tanto que el mismo día que me gradué de sexto grado, me vi obligado a decirle adiós a la educación para empezar a trabajar. Fue un nocaut.
Todavía pienso que me hubiese encantado ser bachiller. Quizás algún día pueda serlo, porque recuerdo con nostalgia que entre mis días preferidos estaba cuando mi papá entraba con mis útiles escolares, subsidiados por su trabajo.
A la vez, debía esquivar casi que a diario los peligros del conflictivo barrio, donde si no me hubiese mantenido firme, hubiese terminado hundido en los vicios que hoy sobran fuera de nuestros hogares. A veces hasta adentro de ellos.
El punto de giro.
Hasta el momento quizás esta historia no suene demasiado exclusiva; sin embargo, el punto de giro llega al contarles que los puños me salvaron, en vez de condenarme. Porque fue el boxeo el que apareció para darme una oportunidad. Fue el vehículo para mantenerme alejado de probar las drogas y cometer algún delito, como vi hacer a tantos de mis amigos.
Es extraño, porque de niño me daba mucho miedo pelear. Siempre salía huyendo y llorando. Pero después de ver un combate de Oscar de la Hoya en la televisión se me despertó la curiosidad. Pensé en cómo podría sentirse ser boxeador y pelear frente a miles de personas. Días después pedí una oportunidad en el Comité de Deportes de Cartago. Al parecer algo de talento había. Tenía apenas 12 años, pero me enganché para la eternidad.
Comencé a pasar desde las 2 p. m. hasta las 9 p. m. en el gimnasio que manejaba Freddy Acevedo, quien a la fecha es mi entrenador. Ahí ayudaba, entrenaba, soñaba. Ahí incluso comía. Fue a él que le insistí que me diera una medalla para impresionar en el barrio y fue él quien me la dio como consolación tras ser vapuleado al hacer de sparring para los más grandes. “Por tener coraje y valentía y querer salir adelante”, me tranquilizó.
No sé cuantos días anduve presumiendo mi premio, “ganado en un campeonato nacional a un boxeador llamado Fran”. Supongo que nunca nadie me creyó, porque después me convertí en el “niño necio de la medallita”. Misterio resuelto.
Mi vida se volcó hacia el deporte. No obstante, pese a haber descubierto mi pasión y mi destino, mi familia no creía en mi. Y eso dolió. Aún a veces duele. Alguna vez le garanticé a mi madre que iba a vivir del boxeo, pero su respuesta fue: “por dicha soñar no cuesta nada”. Y así eran todos, más allá de que les insistí que me apoyaran, pues estaba haciendo algo bueno con mi vida. Pero nada cambió y decidí luchar solo. Mis puños, mi corazón y yo.
Hoy sé que al menos mi madre se arrepiente, porque le he demostrado, con hechos, que no hay nada imposible. Porque yo nunca imaginé ponerme unas tenis de marca, nunca imaginé montarme en un avión, nunca imaginé pisar hoteles de lujo. Pero el boxeo me dio todos esos privilegios.
Por eso es que cuando me amarro los guantes llevo todo ese equipaje conmigo. Para mí no son vivencias, sino marcas. Son gruesas cicatrices que me han servido para salir adelante en peleas difíciles, en entrenamientos insoportables, en ayunos de varios días para poder dar con los pesos.
¿Trabajos? Todos.
Sin embargo, este deporte por mucho tiempo no puso comida en la mesa. Así que si quería pelear, debía trabajar para mantenerme. Por eso es que nunca me negué a nada. Porque si alguien ha trabajado, ese soy yo. Don Ramón # 2.
Trabajé en una pulpería poniendo precios y acomodando productos; en un restaurante recogiendo platos sucios; en un cementerio haciendo jardines y fosas. También repartí carne puerta a puerta a bordo de una bicicleta panadera. Grité por horas en el mercado vendiendo culantro, lechuga y zanahoria. Cogí café.
Y de nada me avergüenzo. No lo hice antes, no lo hago ahora. ¿Por qué debo de hacerlo? Fueron mi plataforma para demostrar mis ganas de querer salir adelante. Además, si hoy me gano la vida dando y recibiendo puñetazos, créanme que puedo regresar a la pulpería, al restaurante, al cementerio…, todo con tal de darle sustento a mi familia. Porque ni a los golpes ni al trabajo les tengo miedo. Pero sí tengo pánico de ver a mi esposa Daniela y a mi hijos Daryel, de cuatro años, y Daniella, quien viene en camino, pasando por alguna necesidad.
Incluso, puedo decir con total honestidad que cada uno de esos trabajos los disfruté a plenitud. Me hicieron aprender el valor de las cosas. Me obligaron a madurar. Me convirtieron en parte de lo que soy ahora. Porque para mí es un gran honor decir que soy un hombre recto, de hogar, que no le quita nada a nadie.
Aún falta.
Cualquiera puede creer que porque ya no sufro como antes estoy satisfecho y lo tengo todo resuelto. Pero no. Aún estoy a la mitad del camino.
Por gran parte de mi vida, mi ilusión fue llegar a las Olimpiadas. Lo tenía grabado en mi mente, porque para mí el orgullo de representar a Costa Rica me inflaba el pecho. Tuve 350 peleas a nivel amateur y gané 302, fui bronce en el Campeonato Mundial del 2013, al igual que en los Panamericanos del 2015.
No obstante, llegó un punto en que estaba en juego el futuro económico de mi familia, por lo que debí dar el salto al profesionalismo, donde evidentemente hay más dinero. Y yo quiero poder pagar mi casa y darle a mis hijos un mejor futuro, en el que no deban pasar por todo lo que yo pasé.
Además, soy ambicioso, por lo que tengo muy clara mi nueva meta a nivel profesional: quiero ser el primer tico campeón mundial de boxeo. Quiero reinar en mi categoría actual, la de peso mosca (entre 108 y 112 libras), lo cual es difícil, pero voy a trabajar incansablemente para lograrlo. Para los que creen en mí y para los que no.
Por ahora mi récord profesional es de dos ganadas y cero perdidas. Solo esperen ver ese dos crecer.
Nota del editor: En Desde la grada buscamos historias escritas por los propios protagonistas del deporte de alto rendimiento. Contácteme a david.goldberg@nacion.com, si tiene interés de ser parte de esta iniciativa.
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