Mi currículum deportivo es bueno. Al menos eso creo. Estuve nueve temporadas en Europa… Jugué Champions League… Tengo más de 80 partidos con la Selección Nacional. Y ahora, en quizás los últimos años que me quedan en la cancha, sigo rindiendo y peleando por títulos en equipos grandes en el país.
Aun así, estoy seguro que, cuando cuelgue los tacos, muchos resumirán mi carrera en un solo centro.
Sin embargo, no me importa, porque para mí, ese centro no es solo un pase a gol, no es solo un pedazo de un boleto a octavos de final, no es solo una estética imagen que me aparece en la retina cuando me voy a dormir. Es mucho más que eso. Es un reflejo de quién soy. Y yo soy Junior Díaz, un hombre de 36 años, que tiene como filosofía de vida basarse en la perseverancia, el compromiso, la dedicación y la disciplina.
Hace mucho tiempo atrás, cuando apenas estaba en la categoría juvenil de Herediano, las cosas no iban del todo bien. Perdimos una semifinal y yo no pude hacer mucho para evitarlo. Me llené de una tristeza extraña, más de la que debería entrarle a alguien por perder un simple partido de fútbol.
En ese momento, hasta me cuestioné mis habilidades y la posibilidad de alcanzar mis metas. Demasiadas dudas existencialistas para un joven de solo 16 años, el cual únicamente tenía un recurrente pero ineludible sueño de verse triunfando en el deporte.
Ahora, tanto tiempo después, entiendo que eso no era un sueño. Esa solo fue la palabra que, en aquel entonces, encontré para caracterizar la motivación que me hacía salir todos los días a patear un balón. Pero lo cierto es que era una visión de todo lo que me pasaría el 20 de junio del 2014.
Por supuesto, no lo supe hasta ese día; sin embargo, no lo puedo negar: la noche antes del partido me costó cerrar los ojos. Las pocas veces que lo hice me desperté instantes después.
Chequeaba el reloj a menudo para ver si ya tenía que levantarme. Era como si no pudiera esperar por llegar a esa cita con mis objetivos profesionales y, por qué no, de vida. Estaba ansioso por demostrarle a todos, incluido a mí mismo, que sí era capaz de estar a la altura en el momento más significativo de mi historia. Porque aquella tarde, aquel juego, aquel centro le daría sentido a todos mis años en el fútbol.
¡Una visión en tiempo real!
Ese día, ante la tetracampeona del mundo Italia, justo antes de recibir el balón por la banda izquierda, pensé en lo que iba a hacer en caso de que Christian Bolaños me lo pasara. Y de inmediato visualicé y relacioné el tiempo y el espacio que tenía enfrente para actuar.
¿Cuál es el primer paso que debo dar? ¿Qué estoy dispuesto a abandonar para tener éxito? ¿Qué tengo que hacer diferente? ¿Qué aprendizaje debo incorporar? Por mi mente pasaron las mismas preguntas que me hice cuando era aquel muchacho triste de 16 años. Gracias a ellas identifiqué la mejor ruta para conseguir que todo se volviera realidad.
Ese día, en la ciudad de Recife, medí el balón y realicé un control orientado. Levanté la cabeza y tomé la decisión de darle fuerte y firme para que cayera cerca del segundo palo, pues sabía que alguien vestido de blanco debía estar ahí.
Sí, al igual que en mi vida, había definido un objetivo, uno concreto, uno medible y más importante aún, uno alcanzable, pues desde muy joven sabía que tenía el talento para lograrlo. Nada más tenía que salir un poco de mi zona de confort, algo que tampoco me preocupaba demasiado, dado que siempre fui amante de los retos y de asumir responsabilidades.
Ese día, en el estadio Arena Pernambuco, identifiqué también quién me podía distraer o qué cosas podían tumbar mis planes. Vi de reojo si a Antonio Candreva le podía dar chance de llegar a tapar el centro. No le daba.
Porque desde que tengo memoria, siempre hubo factores externos y personas que me decían que no podría lograrlo. Por eso es que prefiero mantener mi círculo de confianza con poca gente; no todos tienen que ser testigos de mi esfuerzo diario.
Ese día, en el partido en que podíamos definir quién era el primer lugar del “grupo de la muerte”, golpeé finalmente el balón. Y miré que desde que salió de mi pie, su trayectoria estaba bien dirigida, elevándose poco a poco.
Sin duda, una fiel representación de mis inicios en el fútbol, los cuales tuvieron bases bastante fuertes, gracias a buenos consejos de personas claves, como Hugo Tassara Olivares, quien me vaticinó que sí iba a triunfar.
Ese día, al acabarse el minuto 43 del primer tiempo, mis piernas volvieron a aterrizar en el césped. Además, noté que el balón tomó la altura perfecta y comenzó a realizar una curva que me hizo decir adentro de mí: “¡Va bien!, ¡va bien!, ningún italiano la va a desviar”.
Porque a lo largo de mi carrera he tenido pequeños fracasos, pero cuando me surgieron dificultades en el camino, siempre traté de actuar con convicción para construir mi futuro. Hasta ahora, nada me detuvo.
Y, finalmente, ese día, en uno de los instantes más emotivos de mi vida, corrí a buscar un abrazo, porque Bryan Ruiz anotó de cabeza. El balón culminó su trayecto a la red, lo cual transformó todo en un momento de alegría y satisfacción total.
Justo con esa sensación a cuestas es con la que quiero acabar mi carrera. Porque aunque ya pasó la mejor parte, la más labrada, hoy soy capaz de disfrutar como un niño de esas emociones.
Por todo eso es que, definitivamente, para mí, esa única jugada por la que muchos me recordarán es mucho más que un centro.
Nota del editor: En Desde la grada buscamos historias escritas por los propios protagonistas del deporte de alto rendimiento. Contácteme a david.goldberg@nacion.com, si tiene interés de ser parte de esta iniciativa.