El frío es demasiado doloroso. Ya no siento los dedos de mis pies. Doy fuertes golpes al suelo, que es de un hielo más fuerte que cualquier piedra, intentando estimular la circulación. Sin embargo, es inútil, ya no los siento. Tengo miedo de perderlos por congelación.
Creo que falta poco para el amanecer, porque unos tímidos rayos de luz se asoman. Es 24 de mayo del 2012 y estoy a 8,750 metros sobre el nivel del mar, a muy poco de la cima del Everest (8,848 mts). No obstante, el tiempo parece que está a punto de detenerse, porque todo sucede en cámara lenta, muy lenta.
Sé que es la falta de oxígeno, pero me sumerjo en unas imágenes que muy despacio llegan a mi cabeza, en las que veo a un niño. Me doy cuenta quien es y puedo verme jugando en el bello río Agres y las montañas de Pico Blanco y La Cruz de Alajuelita, la primera cumbre que subí, cuando apenas tenía nueve años.
Al igual que lo hago ahora, en medio de este frío insoportable, esa vez me cuestioné el por qué estaba allí y cuál era el sentido de mi vida. Al igual que ahora, una fuerza negativa me dijo ‘ya no puede más’, ‘no lo va a lograr’ y ‘va a fracasar’. Pero, al igual que ahora, otra fuerza me dijo ‘luche’, ‘siga adelante’ y ‘sí se puede’.
Fue gracias a ese momento que descubrí la pasión por las montañas, lo cual ha sido el motor de mi vida. No solo me ha servido para llegar a todas las cumbres que he podido, sino que también me permitió mantener la frente en alto cuando me cerraron infinidad de puertas y me rechazaron patrocinios vitales bajo el argumento de que escalar era de vagos y que mejor debía buscar un trabajo de verdad. Pero aquí estoy, a 8.750 metros de altura, impulsado por esa loca pasión.
De regreso a la realidad.
Una ráfaga helada de viento me regresa a la realidad. Sé que falta poco para alcanzar la cumbre, pero mi cabeza no se aparta de la idea de una congelación de mis pies. Le prometí a mi familia que al mínimo peligro me regresaba, pero no quiero renunciar. Sé que debo tomar una decisión y a esta altura estas son fundamentales, pues por la falta de oxigeno muchas veces no se toman adecuadamente. Se vuelven fatales.
Unos 400 metros más abajo fui testigo de esto. Observé cinco cadáveres de escaladores que no tomaron la decisión correcta. Uno de ellos era el de una mujer canadiense que hace tres semanas estaba en el campo base diciendo que no tenía ninguna experiencia en alta montaña. Y ahora solo es un cuerpo inerte, encogido y rígido, lejos de algún ser querido que, de seguro, llorará su partida.
Alzo mi cabeza un poco y veo que ya amaneció. Noto que la cumbre está a unos 500 metros en línea recta. Esto es por lo que me he preparado durante años. Mis dudas se esfuman de golpe y me enfoco en cumplir con lo que sé que debo hacer.
Junto a mí está Mingma Sherpa, el más fuerte del grupo. Este es el único día de toda la travesía en el que hemos estado lado a lado, pues el líder de mi expedición así lo designó. No sé si porque teme por mí o porque está motivado para que cumpla mi sueño. Pero, sin duda, las 18 ascensiones al Everest del sherpa y quién sabe cuántas más a otras montañas de más de 8.000 metros (hay 14 en el mundo) me dan más confianza.
Lo que sigue es moverse por una línea muy delgada de hielo y piedra que nos llevará al último obstáculo técnico: el Escalón Hillary. Al llegar allí me impresionan dos cosas: una, la pared que ahora parece demasiado vertical e imposible de superar; dos, que mi pie derecho está al lado de un precipicio al que no se le ve el final. Es escalofriante pensar que un desliz y todo se acabó.
No sé cómo, pero subo el muro, que mide unos 10 metros. Suena insignificante; sin embargo, requiere un esfuerzo titánico. Reinicio el andar por encima de esta piedra, pero ¡cómo cuesta dar un paso, por Dios! Cada uno es una tortura. Mis pulmones gritan desesperadamente a lo largo del estrecho camino. Un movimiento normal, como llevarse la mano al rostro, acá arriba es casi imposible.
Solo un poco más.
Mingma me pide ir al frente y lo dejo. Damos unos 50 pasos hasta que se detiene bruscamente. Se vuelve hacia mí y me señala adelante. Solo son 100 metros más para llegar a la cumbre del mundo. Creí que habría una explosión de adrenalina, pero extrañamente mi cuerpo bloquea cualquier sensación y solo quiere seguir.
No obstante, el tiempo sigue desacelerándose. Eran solo 100 metros, pero el reloj ya marca 15 minutos, que para mí son una vida entera. Y tal vez sí lo sean, pues el camino ha sido largo, intenso, maravilloso y lleno de grandes aprendizajes y aventuras. No me refiero solo al que me trajo al Everest, sino al que me llevó a tantos otros lugares, muchas veces en compañía de amigos que me enseñaron a buscar la excelencia; otras veces completamente solo en medio del silencio y el frío.
Recuerdo, pienso y divago sobre todo eso. Sobre mi vida, mi familia, mi país. Hasta que, de repente, en mis pies aparecen un tumulto de banderas y bufandas tibetanas de todos los colores. Creo que finalmente lo logré. Sí, lo logré, estoy en la cima del Everest.
¡Es indescriptible el enorme orgullo que siento de ser tico, de venir de un pedacito de tierra lleno de vida, de gente luchadora, emprendedora, amante de la paz y del medio ambiente! Mi pecho se hincha aún más al sacar la bandera de nuestro país y ponerla por primera vez en el punto más alto del planeta.
El abrazo con Mingma es fuerte, como si nos conociéramos de años. Tomo unas fotos para saber que esto no es un sueño, porque así parece. Y procedo a disfrutar mi victoria de forma íntima. Trato de abrir mis sentidos, pero solo escucho un gran vendaval y no huelo absolutamente nada. Lo que es increíble es la vista. Detrás de incontables nubes blancas y picos nevados que se asoman entre ellas, lo que miro es una pequeña curvatura; el horizonte no se ve plano, como cuando uno está en la playa.
Y, no sé por qué, esa analogía me lleva de inmediato a pensar en sol y calor, más allá de que no me agradan demasiado. Y recuerdo que estoy a -35 grados Celsius y con apenas un 30% de oxígeno. Debo comenzar a bajar cuanto antes y con mucho cuidado, porque el 80% de las personas que mueren lo hacen en el descenso, pues ya no tienen fuerza.
Así, tras 20 minutos en la cumbre del mundo, decido que es momento de abandonarla. Pero sé que no será mi última vez en el Everest. Volveré en el 2021 para celebrar el bicentenario de Costa Rica como república independiente y así enviarle un mensaje a los ticos de que todos podemos llegar alto, muy alto.
Pero, por ahora, deséenme suerte. Debo comenzar a bajar.
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