El día que olvide todo lo que las drogas causaron en mí será el día en que me condene a repetir mi mayor pesadilla.
Mi nombre es Gabriela Valverde Tristán, tengo 32 años y actualmente soy portera de Saprissa en la Primera División del fútbol femenino. Es más, soy campeona nacional. Y lo digo con orgullo, porque no demasiados saben lo que me ha costado. Sin embargo, después de que les cuente esta historia, ustedes también lo sabrán.
Realmente es extraño que escriba esto, porque siempre me he considerado sumamente tímida e introvertida. Desde pequeña, socializar fue una tarea muy difícil. A menudo siento que no encajo en ningún lado. Excepto cuando hago deporte. Eso siempre me llevó a un lugar seguro. Por eso me duele tanto haberlo traicionado no sé cuántas veces….
Estando en la escuela me desenvolví en muchas disciplinas, pero el fútbol fue la que me enganchó. Al punto que, dado que en los 90 a las mujeres no se nos tomaba en cuenta, empecé a llevar yo el balón para tener el campo fijo en las mejengas de los recreos.
No obstante, en el cole las cosas se complicaron. Descubrí el alcohol, el cual me permitía ser más social, menos tímida. Iba a fiestas, barras libres, reuniones… Pero todo eso me encaminó hacia una parte de mí que no quisiera haber conocido nunca, porque no pasó mucho tiempo para llegar a la mariguana, cocaína, crack y éxtasis, drogas que me causaban sensaciones muy diferentes, pero que, desgraciadamente, me encantaban.
Sus efectos me atraparon, me envolvieron y despertaron una enfermedad con la que nací, pero que se encontraba inactiva: la adicción. Y así se me esfumaron los siguientes diez años de mi vida, entre decepciones, pérdidas y soledad. De haber sabido lo que me esperaba, jamás habría tomado mi primera dosis.
Me extravié a mí misma, solo vivía para consumir. Me fui aislando del mundo. Me daba miedo salir de mi cuarto, me sentía perseguida, alucinaba. Hice cosas que jamás imaginé solo para conseguir un poco más de droga… Mentí, robé, huí. Me estremezco de solo acordarme de mi papá levantándome de una acera en la que estaba tirada, metiéndome al carro para llevarme de vuelta a la casa.
Mis padres jamás se rindieron conmigo, por más que les di razones para hacerlo. Su insistencia en invitarme a que fuera a grupos de ayuda, en que conversara con amistades de ellos que pasaron por algo similar, en ingresarme a un centro de rehabilitación, es lo que probablemente me salvó de terminar loca o matándome. Porque un día, cansada de sufrir, solo decidí preguntarle a mi mamá: “¿cuánto cuesta internarme y cuánto tiempo tengo que estar ahí?”. En ese momento inició la segunda parte de mi vida.
Recuperación.
A lo largo de todo este proceso no crean que en mi mente no estaba el fútbol. De hecho jugaba con Escazú en Primera. Con ellos estuve mientras consumía y siempre me permitieron regresar después de cada internamiento. Porque tuve que pasar por cuatro de ellos, tres de los cuales evidentemente fueron un fracaso.
Sin embargo, durante cada uno yo solo deseaba volver a ponerme los guantes y hacer lo que realmente amaba, sentirme en mi mundo, en esa pequeña burbuja donde solo tenía que proteger el marco, lejos de todos los problemas. El lugar donde podía volar sin alas. Pero cuando salía, volvía a consumir. No lograba concebir una vida sin drogas.
En medio de uno de esos intentos fallidos de recuperación, recibí una convocatoria a la Selección Mayor. Comencé a entrenar y tratar de mantenerme limpia, pero fue cuestión de tiempo para que mi mente me pidiera drogas. No supe decir que no.
Hasta intenté llevar las dos cosas a la vez, pero, de nuevo, la adicción me llevó a alejarme de todo, a faltar a entrenamientos y a acabar internada. Otra vez le fallé a mis padres, a mí misma… Nuevamente estaba ahí metida, pero ahora más destrozada que nunca por lo que acababa de desperdiciar. Y me rendí. No podía hacerlo sola.
Control.
Fue entonces que decidí hacer algo diferente: entregar el control de mi vida y empezar a hacer caso. Lo que me decían que hiciera, lo acataba sin poner peros. Que cambiara de carrera, lo hice; que me alejara de personas; lo hice, que evitara espacios que se relacionaran con consumo, lo hice. Estaba decidida a recuperar la vida que perdí.
Volví a entrenar y a disfrutar jugar más que antes. No tenía grandes ambiciones, solo ser feliz, sentirme llena. El fútbol siempre me dio eso. Pero fue la vida la que se encargó de darme lo que jamás pensé.
Poco a poco fueron sucediendo cosas como llegar a ser jugadora de un gran equipo como Saprissa, ser campeona de Primera, ganar el premio a mejor portera y recibir otra convocatoria a la Sele, siete años después de aquella vez… No me lo esperaba, por mi pasado y porque ya tenía 30 años. Ese día que vi mi nombre en la lista solo lloré.
Hoy hasta tengo más metas, incluso fuera de la cancha. Por ejemplo, soy propietaria de un gimnasio en El Carmen de Guadalupe, que tuvo su apertura este año. Todo eso me mantiene motivada a seguir poniéndole cada día. Me ayuda a levantarme cada vez que las cosas se ponen complicadas y me dan una razón para no bajar los brazos.
Definitivamente dejé pasar oportunidades grandes por las drogas. Siempre digo que, tal vez, si no hubiese consumido, habría llegado lejos en lo que más amo, el fútbol. Ahora solo me queda esforzarme cada día para aprovechar cada segundo, porque aunque ya muchas puertas se cerraron, mi recuperación se ha encargado de abrirme algunas nuevas.
Soy mujer, soy futbolista, soy adicta en recuperación. Pero mi enfermedad no me define, solo me ha marcado. Me ha hecho querer disfrutar y aprovechar cada día al máximo; me ha enseñado a ver los problemas desde otra perspectiva, como una oportunidad para crecer, para aprender. La adicción me enseñó un infierno y la recuperación, una salida.
Nota del editor: En Desde la grada buscamos historias escritas por los propios protagonistas del deporte de alto rendimiento. Contácteme a david.goldberg@nacion.com, si tiene interés de ser parte de esta iniciativa.
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