Si se encuentran en una reunión de amigos y proponen a los presentes definir AMOR, probablemente encontrarán características similares en la mayoría de las descripciones: respeto, protección, pasión, atención, etc. Ahora, lo que no queda del todo claro es: ¿están describiendo lo que desean o lo que ofrecen? ¿Poseen la madurez suficiente para tratar a su pareja con respeto, o exigen que dicha persona los trate con respeto, aún y cuando podrían no estar a la altura de su petición? ¿Cuentan con la capacidad de prestar atención, de ser empáticos, o buscan a alguien que les escuche sus peripecias, sean estas interesantes o no? Pedirle a diosito -o, de un modo más “new age”, al universo- una pareja es tierno y muy poco probable. “Las cosas no solo hay que desearlas. También hay que merecerlas” (A. Jodorowsky).
Hace algunos días recordé algo que Freud planteaba: en la relación entre dos amantes se observa “la conjunción de estima exclusiva y obediencia crédula”. En esta aparentemente inofensiva cita textual, aparecen claves nada desdeñables. Primero, el amor genera en el amante esa concentración de su atención y afecto en el ser amado. Ante la pregunta de si un ser humano puede amar a dos personas al mismo tiempo, no me parece temerario asegurar que, según esta definición de finales del siglo XIX, Freud nos habría asegurado que tal situación es imposible. Cuando amás, ese otro se convierte en un foco, en un epicentro, en un objeto invaluable. Solo hay espacio -en la psique, en el alma, en el corazón- para una sola persona.
Hasta allí, no se ustedes, pero siento la tranquilidad de darle la razón al doc vienés. Lo que él plantea, lo habían planteado cientos de autores previos a él. Amar es elegir, es seleccionar, es discriminar. Cuando alguien dice “te amo”, por “default”, está diciéndote “solo a vos”. Ahora, la segunda parte de la cita hay que tomarla con sutileza, con extremo cuidado. “Obediencia crédula”. La visión feminista, en este punto, se que se revuelca y se contorsiona. El “descubridor” del inconsciente asegura que, entre un amante y un amado, uno de ellos se somete (incómodo término, no hay duda) a la voluntad del otro. No solo se requiere que sea obediente. Se necesita que se confíe en todo lo que provenga del amo de la situación. Si soy el amante, entiéndase el elemento activo de la relación -el hipnotizador-, requiero de tu obediencia crédula. Vos, la parte amada -la parte hipnotizada- debe obedecer. En esta escena no hay espacio para dos hipnotizadores. Se requiere uno que someta y otro que acepte ser sometido.
El hipnotizador -desde una visión clásica-, reconociendo la capacidad que posee para dominar al otro, logra arrebatarle su voluntad. Todos hemos visto películas en las cuales ese extraño y oscuro sujeto, poseedor del poder de hipnotizar, cuenta con la capacidad de controlar al hipnotizado. Lo domina. Lo somete. Lo hace obedecer. El hipnotizado, sin importar cómo se comportaba previo al acto de hipnosis, luego de caer bajo el influjo de aquel, es un simple títere, imposibilitado de interponer su voluntad, razón o conciencia. Es a este tipo de hipnosis a la que hacía referencia el Dr. Freud, el cual, quizás alguien lo sepa, estudió hipnosis en algún momento de su vida.
Cuántas veces habré escuchado en consulta: “no logro salirme de esa relación”, “me hace daño pero no puedo alejarme”, “siempre he sido una persona fuerte de carácter, pero con esta persona me desconozco”, “seguro me hizo un hechizo, no es normal que yo sepa que no me trata bien e igual siga allí”. Cientos de veces, créanme. ¿No les parecen buenos ejemplos de aquello que Freud planteaba hace más de un siglo? A mí sí. Freud nos ofrece una clave. Mi interpretación es la siguiente: “¿te enseñaron que amar es someterte? lo siento. Tus profesores fueron malísimos”. ¿Pensás que amar al otro es obedecerlo crédulamente? Sos un peligro en la calle.
Viéndolo desde el otro actor de la escena, ¿fantaseás con alguien que desee someterse? Eso no es amor, al menos no amor proveniente de un humano equilibrado y maduro. Ese tipo de "amor" podrás encontrarlo en una mascota, de preferencia algún espécimen de la familia de los caninos. Cuando el amor se convierte en un juego de poder -en el que se crea la ilusión de que el que somete va ganando-, debemos evitar utilizar la categoría de amor. Llamémosle de cualquier otro modo... amor no.
Allan Fernández, psicólogo clínico / 8835-5726 / Facebook / Blog personal