Soy Rocío Nieves, trabajo en La Nación desde el 2013. Ese fue el año en que todo cambió.
Soy una persona de las “llanuras”, que realmente la pasó mal cuando se mudó a Costa Rica, un país en el que para llegar a cualquier lado, se tienen que subir y bajar. En Lima, la ciudad donde antes vivía todo era muy plano.
El 2013, para salir de mi casa tenía que subir una cuesta. Seguro que si les cuento que para subir una de 300 m me detenía como cuatro veces, no me creerían. Sin embargo, durante mucho tiempo solo me preocupé por esa en específico. Quería subirla sin parar. Me costó meses.
Un mañana, me topé con Laura, una compañera del trabajo, no me acuerdo cómo le terminé contando de Circe, mi perrita de raza indefinida, y de mis mañana caminando con ella. Me dijo: “Si ya está caminando, ¿por qué no prueba correr?”.
Esa semana compré mis primeras tenis, unas moradas y brillantes. Al completar mi primer “entrenamiento” (3 km en asfalto y en los que demoré más de 30 minutos), el cuerpo entero me picaba. Al principio pensé que me había intoxicado, pero no; era mi aparato circulatorio reclamando por “tanta” actividad física. Se sintió bien, y Circe estaba más relajada.
No resultó complicado acostumbrarme a correr 3, 4 y hasta 5 km por día, todos los días. Circe y yo nos veíamos más delgadas, y yo tenía más energía en mi vida en general.
Vivir cerca del Parque del Este ayudó a mi transición de corredora de calle a una de senderos. Pero nunca había salido de la zona de confort (mi parque y mis trillos) ni tampoco había estado en una competencia.
En enero de 2018, me topé con un libro que cambió mi manera de pensar sobre las carreras: Correr, comer y vivir de Scott Jurek. El autor, un ultramaratonista (hasta ese momento no entendía bien el concepto), relataba cómo empezó a correr y a competir. Lo que más me entusiasmó fue descubrir que esa felicidad que yo sentía, y que muchas veces no sabía explicar, también la sentían otras personas. Si mis 5 km diarios me daban tanta felicidad, ¿se imaginan si duplicaba la distancia?
Hablé con Gloriana Fonseca, una entrenadora y triatlonista, que me ayudó a escalar a 10 km y a darme cuenta de que podía ser disciplinada cuando la motivación no aparecía. La disciplina me ayudó a mejorar mis tiempos, a ganar resistencia y a subir cuestas sin miedo (bajarlas aún me asusta). El proceso y acostumbrarme a distancias de menos de 20 km duró un año.
El 2019, cambié de entrenador por un tema de horarios. Ya conocía a Denis Bermúdez desde hacía años, y él me animó a sumar más kilómetros.
Podía sentir eso que Scott Jurek y otros autores que me topé contaban, “las endorfinas explotando en mi cuerpo”.
El camino no solo me ha dejado resistencia, me deja experiencia, historias, pero sobre todo: amigos. Ya no soy “la mae que corre en el parque con su perro”, soy la compa que se apunta a los entrenos, la que busca compañía, la que anda viendo cómo anotarse a más carreras, la que anima a quien corre conmigo. Porque correr en la montaña (o en asfalto) no es solo mover las piernas, es sentir que el cuerpo avanza hacia la felicidad.