Durante el Holocausto, los nazis se referían a los judíos como ratas. Durante el genocidio de Ruanda, los hutus llamaban a los tutsis cucarachas. Durante la era de la esclavitud en Estados Unidos, los blancos calificaban a los negros como animales subhumanos.
El común denominador es claro: Deshumanizar a los grupos sobre cuyos cuerpos se quiere ejercer poder porque, tal y como algunos pensadores han dicho, deshumanizar a una persona es la puerta para justificar control, crueldad y violencia sobre ella.
Aunque muchos creíamos que esta era una lección histórica relativamente aprendida, las corrientes extremistas que hoy están ganando poder alrededor del mundo occidental con noticias falsas y desinformación están mostrando síntomas claros de querer abrir esa puerta.
Así, por ejemplo, el máximo exponente del catolicismo ha dicho que es “menos que humano” que una mujer opte por un aborto terapéutico – el cual se aplica para salvar la vida de una mujer embarazada. Pero, ¿qué más humano que no querer morirte solo por haber tratado de traer una vida al mundo?
También ha dicho que las familias consistentes de dos mujeres o dos hombres no son una “verdadera familia humana”. Sin embargo, ¿qué más humano que querer casarte con la persona que verdaderamente amás?
Curiosamente, cuando esta terrible estrategia de deshumanizar a un grupo es usada por el cristianismo, se le suele considerar permisible y menos peligrosa.
La excusa es que las interpretaciones religiosas son “sagradas” y deben ser respetadas por todos, sin importar la realidad de que son profundamente ofensivas y a veces peligrosas para la vida de muchas personas.
Es decir, la sociedad le da a las religiones licencia para ofender y deshumanizar a otros, y presiona o censura a los “otros” para que no respondan con la misma fuerza porque eso “hiere sensibilidades religiosas”, como si las sensibilidades de los demás no merecieran respeto.
Gracias a esta licencia para ofender y discriminar que la sociedad le ha dado a la religión, esta se ha convertido en un arma política por excelencia que grupos políticos, económicos y religiosos aprovechan y/o manipulan.
En Estados Unidos hoy se usa la Biblia para justificar el separar niños inmigrantes de sus mamás y/o papás, al lado de frases deshumanizadoras como las del presidente Trump cuando dice que las masas de inmigrantes centroamericanos son “animales, no personas”.
En Brasil, el presidente Bolsonaro ha usado pasajes bíblicos para presentar la tenencia de armas como la voluntad de Dios, y de paso ha dicho que los activistas negros (descendientes de esclavos) son “animales” que deberían “devolverse al zoológico”.
En Hungría, se castiga con cárcel cualquier acto de caridad hacia inmigrantes en busca de refugio y estos son detenidos en condiciones deplorables. La justificación es defender “la identidad cristiana” porque, en palabras del primer ministro Orban, los inmigrantes son un “veneno” que atenta contra el cristianismo.
El primer acuerdo internacional que logró firmar la Alemania nazi de Hitler fue casualmente con el Vaticano, al cual le tomó décadas disculparse por el silencio de la Iglesia durante el exterminio de judíos (y apenas recientemente decidió abrir los archivos de la época).
En Ruanda, varios sacerdotes fueron parte del genocidio y han sido defendidos por el Vaticano. Por ejemplo, uno de ellos ordenó la demolición de una iglesia donde se refugiaban 2.000 personas y envió milicias a matar a los sobrevivientes, según la condena del Tribunal Internacional para Ruanda. De acuerdo con ese tribunal, el Vaticano obstruyó la extradición del religioso y dijo que este hacía “buen trabajo”.
El Ku Klux Klan y grupos afines (actuales) siguen la llamada “identidad cristiana”. En esencia, esta hace en una interpretación racista y anti-semita del cristianismo, usando partes de la Biblia para predicar que quienes no son enteramente descendientes de europeos blancos deben ser exterminados o subordinados.
Es cierto que la religión suele ser manipulada políticamente y eso no siempre es responsabilidad directa de las instituciones religiosas (aunque cuando les conviene políticamente lo dejan pasar porque son en sí mismas entidades políticas). Asimismo, no todos los cristianos apoyan esos usos de la religión y muchos incluso los critican.
Sin embargo, también es cierto que las voces más visibles del cristianismo popular actual promueven interpretaciones profundamente ofensivas y discriminatorias contra ciertas minorías, así como la imposición forzada de las mismas.
Si dichas interpretaciones se quedaran dentro del ámbito religioso y la práctica espiritual de quienes creen en ellas no sería un problema tan grande. Cada quien viviría de acuerdo con sus creencias dentro del marco democrático de libertad de culto.
Pero ocurre lo contrario. Las religiones se meten en política con el objetivo específico de imponer mediante el poder coercitivo del Estado sus creencias e interpretaciones religiosas sobre todos los ciudadanos, creyentes y no creyentes.
¿Cuál es la línea, entonces, entre religión como libertad espiritual y religión como simple arma política? ¿Cuándo se protegen las “sensibilidades” religiosas, y cuándo simplemente se silencia a los adversarios políticos?
¿Tiene la religión derecho a las mismas protecciones sin importar la naturaleza de sus acciones? ¿Por qué las “sensibilidades” de una persona religiosa valen más que las de una persona no religiosa?
Al entrar en la arena de lucha política en una democracia, la religión se convierte en un actor político más, en igualdad de derechos con cualquier otro actor, como por ejemplo las minorías sobre cuyas vidas quiere ejercer poder.
En ese contexto de pulso político, cuando la religión usa su libertad de expresión para ofender las “sensibilidades” de esas minorías, como lo hace rutinariamente, no es razonable ni justo esperar que estas no puedan defenderse de la misma manera. Y viceversa. Idealmente, el intercambio político sería armonioso, pero si la historia humana nos enseña algo es que la política es a menudo agresiva.
Sin embargo, las religiones han logrado privilegios que les permiten atacar y ofender impunemente y, a la vez, hacer que a los recipientes de esos ataques se les prohíba defenderse con igual fuerza. Es una dinámica similar a la de sistemas antidemocráticos, en donde las libertades de expresión y pensamiento son para unos y el silencio para otros.
Este es el caso de la famosa camiseta de Sociología de la Universidad de Costa Rica y las acciones legales que se han tomado para limitar la libertad de expresión de quienes la crearon (con sus propios fondos).
La iglesia ha creado prescripciones y símbolos de “mujer” que para muchas mujeres (y también hombres) resultan profundamente ofensivos y, además, dañinos.
En tanto asunto religioso, nadie impide que los expresen y que quienes están de acuerdo con ellos vivan sus vidas del modo que decidan.
En el contexto de lucha política democrática, es esencial que los grupos afectados por las propuestas de otros tengan el derecho de defender sus puntos con la misma fuerza que quienes los promueven, y eso sin duda incluye la fuerza de los símbolos que tan efectivamente ha sabido utilizar la religión a lo largo del tiempo.
En política rutinariamente vemos cuestionamientos, críticas y hasta burlas sobre los fundamentos e ideas subyacentes de proyectos de ley y políticas públicas – sino que lo digan los promotores del etanol.
Ese intercambio agresivo es parte normal y necesario del debate democrático en Costa Rica y en toda democracia. Si la religión entra tan agresivamente como lo hace en esa arena política y ofende a los grupos sobre los que quiere ejercer poder, ¿por qué habrían estos de ser obligados a someterse a un estilo de política modosito, diferente del que hacen y funciona para todos los demás grupos?
Lo ideal es que todo debate se base en el respeto y la consideración genuina de los efectos y daños que toda propuesta política tiene sobre otros, pero eso requiere voluntad de todas las partes y no de silenciar a unas, particularmente las que llevan una larga historia de ser silenciadas tanto en la religión como en la política.
Muchos salen a redes sociales a decirles a las minorías que es mejor no “meterse” con la religión, como si dependiera de las minorías que la religión deje de atacar sus derechos humanos, o como si fuera realista no defenderlos.
A esas personas quizá les haría bien recordar las atrocidades que se han cometido a lo largo de la historia cuando se ha usado la religión para silenciar a las minorías bajo ataque, mientras las mayorías cómplices o indiferentes se limitaron a observar para “no herir sensibilidades”.