Un pequeño pedacito de Lima está en nuestra capital y vende ‘cevichazos’, sánguches y otras preparaciones.
¿Dónde están las cuatro de la tarde? ¿Qué se hicieron?, me preguntaba a mí mismo desde la mañana del martes en el trabajo.
Estaba deseoso de que llegara la hora de salida para ir a un sitio que —el día anterior— me recomendó Rocío, mi compañera de mesa digital.
Fue ella quien me motivó, hace unos años, a visitar su país, Perú, luego de una excelente oferta en boletos aéreos.
Por mi presupuesto moderado y pocos días como turista en algunos países, he adquirido cierta experiencia en cuestión de hambre vs. llenarse: por no hablar de experiencias culinarias.
Bajo ese humilde concepto, catalogo la gastronomía peruana como la mejor que he probado. Cuando estuve por allá, caminé bastante para quemar calorías, gastar energía y poder probar más platillos.
¿Qué dirían dos de mis colegas de redacción? Jairo Villegas podría dar cátedra de que ha probado alimentos de muchos países. Algo mucho más difícil podría hacer José Gatgens: narrar sabores, lo cual —entre cosas cosas— hace en su blog.
Volviendo al punto.
Llegaron las 16 horas militares y así salí de la redacción: espantado a tomar el bus que me llevaría a San José junto a otro compañero que se dirigía a Los Yoses.
Caminamos juntos y le conté de la recomendación. Al atravesar el Parque Nacional, me dijo que no recordaba un sitio de comida peruana cercano a la estación del tren y que estuviera sobre avenida primera.
Diez minutos después de habernos bajado del bus de Tibás nos topamos con la “La Sucursal Limeña”, en el nuevo mercado culinario llamado “Amor de Barrio”. Este establecimiento se localiza 100 metros al sur de la mal llamada Estación del Ferrocarril al Atlántico (debería ser al Caribe).
Pedí el sánguche de ají de gallina. Estaba sediento. El chef me recomendó Inca Kola, pero le dije que quería chicha morada, la cual estaba sabrosa porque tenía poca azúcar, pero le faltaba sabor a maíz morado.
Mientras le pagaba casi cinco mil colones, conversamos brevemente acerca de mi visita a Lima e Ica. Le dije que me gustaban mucho los locales de sánguches de su país y mi deseo de comer de sus elaboraciones.
Llegó el momento para trasladarme al sur y volver a sentir una explosión en el paladar. Solamente era pan, gallina y una salsa. Estaba buenísimo. Las papas geniales, pero siguen ganando las de Don Döner.
Me dieron tres salsas para los gajos del tubérculo: (1) la de ají estaba muy rica, (2) la que picaba lo hacía con ganas y (3) la de tamarindo “no tenía nombre”, era simplemente deliciosa. De esa última, podría haberme llevado una botella para la casa.
Como y mastico algo apresurado. Quedé satisfecho, apenas para realizar mi digestión en el tren de 5:30 p. m., escribir estos párrafos en cuanto pude ocupar un duro asiento en la parada de la UACA y bajarme en el centro de Cartago a las 6:30 p. m. Dos horas y media desde que dejé el escritorio.
¿Las presas? No las tuve, ya que me distraje bastante, conocí a un limeño, probé comida variada, recordé dos locales capitalinos de Miraflores y volví a los vagones.
Sin duda, una tarde diferente y merecedora de repeticiones más constantes al año.
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Por ejemplo, estas fotos en Perú que relacioné al saber de este nuevo local josefino:
Fin.
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