Luego de elegir el peso pesado como fotografía principal de este artículo, me permito saltar la entradita e iniciar esta historia con la segunda degustación de aquel mediodía.
Plato fuerte.
Antes de esta visita, se me hubiera hecho difícil visualizar un risotto rosado con fresas y salmón fresco donde la salsa —ligeramente espesa— hiciera de las suyas contra unas semillas crocantes y poseedoras, como el resto de ingredientes, de la armoniosa química en el plato.
Lo tenía justo frente a mis ojos, con tenedor y cubierto en manos.
La porción me parecía algo pequeña, más aún porque semanas antes había pedido —en un restaurante oriental— un entero de cantonés para comer entre varias personas. ¡Perspectiva aclarada!
Sin embargo, la sopita de entrada surtió un efecto saciador (de ella les detallo más adelante) al finalizar el risotto.
Siendo así, se me hacía razonable la porción de ese arroz de preparación italiana. Sus abundantes trocitos de salmón y fresas combinaron riquísimo.
Como en las investigaciones biomédicas, fui el conejillo de Indias con este experimento, según me lo aseguró el chef principal, ya que venían dándole vueltas y discutiendo en la cocina acerca de qué agregarle y qué quitarle.
Yo estuve de acuerdo debido a que la mezcla sonaba muy bien. Convencerme no fue difícil. Viene video:
El laboratorio de esta creatividad recae en Orvieto Morales Umaña y sus chefs quienes proponen recetas nuevas diariamente.
Ensayan, degustan, descartan y cuando finalmente aprueban, las enlistan en la oscura pared visible desde las mesas. ¡Ese es el proceso previo a comer aquí!
Pero, contadas con la mano, hay unas recetas que son intocables, como las que contienen el mencionado “pescado azul” alto en proteínas y ácidos grasos omega-3.
Comer por salud.
¿Estoy en el restaurante más seguro de San José? Es probable que sí.
Entre la ilusión de un viaje al pasado y lo futurístico de su comida, “La 22 Gastronomía” está ubicada frente al Hospital Clínica Bíblica, sobre avenida 14 y entre calles Central y Primera.
Vale la pena ser suscriptor de La Nación en versión impresa o digital, ya que este comercio —al igual que muchos otros en toda Costa Rica— ofrece un 20% de descuento a los tarjetahabientes de Club Nación.
Muchos de sus comensales más frecuentes trabajan allí al frente. Por momentos, el entorno me hacía creer de varias intervenciones médicas en caso de ahogarme con la comida. Sí, un tanto fatalista con pizcas de optimismo.
Ya sea en las mesitas de afuera o dentro de la infraestructura, el sitio evoca un ambiente relajado y playero cuando los rayos solares son abundantes.
Ahora remodelado, este restaurante fue parte de un antiguo parqueo donde la arquitectura y el diseño de interiores aplicados refrescan con sensaciones modernas y a la vez sencillas para sobreexponer y vender, en las antiguas paredes de ladrillos o de fondo negro, obras de artistas mayoritariamente nacionales.
La vista es el primer sentido en darse gustos. Advierte que lo venidero traerá un nivel similar o mayor. Con solo estar sentado allí y observar el entorno gráfico se empieza a sospechar.
Era viernes, 5 de julio, cuando topé con el siguiente menú: en las entradas se asomaba un ceviche de atún con una exquisita vinagreta de sésamo ligeramente dulce (probé una pequeña porción y se me pareció al Nikkey Mix de Ryotei Sushi).
También, destacaban una mozzarella capri, hongos al vino y dos sopas: una de tomate y otra limonense.
Esa última fue la que elegí como primer acercamiento. Algo así como un rondón. Llegó el momento de detallar la suculenta entradita.
Entrada.
Olfatear esta sopa desbordaba sensaciones caribeñas. Su ligero toque a gengibre y su espesura rozaba la superficie rugosa de la lengua donde se me activaban los miles de botones gustativos.
Triturar la yuca, papa, camarones y demás ingredientes me produjo una liberación de moléculas neurotransmisoras propias del comer, la cual será difícil de olvidar gracias al mensaje que esos impulsos nerviosos llevaron a mi cerebro: simplemente deliciosa y adictiva.
No salen los olores de la cocina. Todo es una sorpresa de arte culinario experimental.
Querer es poder y poder es cocinar.
Siempre atento a darles la bienvenida a sus clientes, conversé con el chef acerca de su negocio en una mesa cercana a la puerta.
—Orvieto, leí por ahí que el primer local fue en Guadalupe en el 2015. ¡Cuénteme!
—Correcto, el 22 de mayo de 2015 fue el día que abrimos. Yo andaba buscando junto con mi hija, que es chef también, un local para aventurarnos en el negocio de comidas. Yo venía del sector privado, de trabajar en otro giro de negocio y había decidido retirarme de eso y poner algo que me moviera realmente, que lo sintiera con mucha pasión.
—¿Nunca antes había tenido un local de este tipo?
—Fijate que ya teníamos uno en Escazú y no estábamos seguros que fuera el lugar, porque ahí hay muchísima oferta. Un día andaba viendo un tema personal y, pasando por la Clínica Católica, vi una esquina y me enamoré.
—¿Amor a primera vista?
—Me dije: “¡No, aquí es!”. Entonces, sin pedir permiso a mi esposa ni a mi hija ni a nadie, les dije: “Ya tenemos local, ya firmé y empezamos a remodelar”. Así empezó todo.
Su esposa, Lena Thalman, es una reconocida arquitecta responsable del diseño de esta joya. Entre sus variados trabajos, también estuvo a cargo de la remodelación del Aeropuerto Internacional Juan Santamaría, según la pequeña conversación que sostuve con ella durante el día de esta visita.
—¿Cuándo abrieron aquí, sobre avenida 14?, —continuaba con el chef Morales—.
—Un año después. Íbamos a inaugurar el feriado 25 de julio de 2016: era un lunes, pero decidimos hacer la inauguración el 22 para que el número siempre estuviera presente. Ahora te cuento esta parte.
—¿Por qué el 22? ¿Por su papá?
—Sí, exactamente. Hace 58 años (en 1961) había una fabriquita de salsas ‘chutneys’, voy a buscar el teléfono para mostrarte el logo…
—¿Chutneys?, —pregunté extrañado—.
—Es una palabra hindú que significa machacado. Es la combinación de varios productos que tienen sabores ácidos, picantes, dulces, amargos: una variedad muy grande. En la India, los encontrás cada 100 metros. No son conservas. Son como una mermelada que se utiliza para carnes frías, calientes, etc. Eso fue lo que le dio origen al nombre de nuestros restaurantes.
—¡Ah!, ¿se llamaba igual?
—No, la de mi papá se llamaba Industrias 22. El logo era ese número con un techito y unos ladrillos. Mi papá le vendía las salsas a La Cascada en el año 1964. Él hacía sus propias salsas ‘barbecue’. ¡Ya encontré el logo!
—¿Importaba algo para hacerlas? Y por cierto, ¿dónde las preparaba?
—Sí, él importaba de dos países a Tibás. De la India traía curry en polvo, tamarindo cúrcuma, semillas de culantro y cardamomo porque eran cantidades muy grandes. El humo era importado de los Estados Unidos.
—¿Tiene recuerdos de eso?
—Yo nací en 1964. Entonces, chiquitillo, como en el 70, recuerdo que para la época de Navidad mi papá le regalaba a todos sus amigos y familiares las botellitas de ‘chutneys’ o de salsas de tamarindo. Se llamaban “Salsa 22” y se vendían en supermercados y algunos restaurantes… ¡Tengo muy buenos recuerdos de eso!
—¿Su papá era chef?
—Él era diplomático, político, trabajó toda la vida en el Gobierno, en alguna misión extranjera, pero su pasión realmente era cocinar.
—Entonces, ¿se puede decir que le pasó igual a usted?
—De hecho que cuando nosotros nos criamos, recuerdo perfectamente los festejos al almuerzo o a la cena, ya que significaban tres días de preparaciones. Mi papá hacía desde el pan hasta las pastas a mano: su pasión era la cocina. Entonces, por ahí debe venir el asunto...
—¿Sigue recetas que elaboraba su padre?
—Cuando decidimos entrar en este proyecto, fue muy gratificante poder rescatar el nombre, poder rescatar las recetas originales de hace 55-60 años, como por ejemplo nuestra salsa de tamarindo o el pastel de manzana que, quizá, ahora lo querés probar…
Por supuesto que lo quería probar, ya que más allá de degustar el postre estrella, era buscar la historia que lo envolvía. Además, ya había pasado más de media hora desde el último bocado de risotto.
—¡Claro que sí! —le dije—. Pero, por su gesto al mencionarlo, ¿tiene ese postre algo especial?
—Ese pastel de manzana lo hacíamos chiquitillos. Mi papá nos ponía unas peloticas de masa, nosotros trabajábamos haciendo las masas—reía al recordar— para entretenernos: seguro fregábamos mucho, pero fue digamos que mi primer postre como a los seis o siete años.
—¿Qué significó eso para usted?
—Recuerdo haberlo horneado y para mí fue como mágico poder hacer algo con las manos, que a alguien le gustara y se lo comiera. Era muy divertido. Desde ahí venía el tema, este, de la cocina.
—¿Se ha dedicado siempre a esto o cuándo se hizo chef?
—No. A principios de la década de los 80, y en cuanto terminé el colegio, nos fuimos para Argentina. Vivimos allá como siete años, durante los cuales estudié Administración de Empresas y Ciencias Políticas. El tema de la cocina siempre estaba presente. Era algo natural. En mi casa decían ‘cocinar’ y yo levantaba la mano. Mis amigos me decían: “Mae, vení a cocinarnos”. Entonces era como que me sabía. Tiempo después, un día, haciendo unas consultorías como en 1998-1999, estuve yendo a México, y descubrí que por el período que tenía que estar en ese país coincidía con que me sobraba un tiempo extra y dije: “Si la mexicana es una de las cinco mejores cocinas del mundo, entonces voy a aprovechar” y así empecé a estudiar artes culinarias.
—¿Algo mágico?
—Con los estudios perfeccioné la técnica para conocer y abrirme en ese mundo que es mágico e interminable.
—¿Qué hizo después?
—Me dediqué al tema más allá de la cocina al hacer consultorías para restaurantes o conceptualizando menús. La experiencia fue enriquecedora en varios países de la región, así como Colombia, República Dominicana y el mismo México.
—Desde esa fecha, ¿siempre en cocina?
—No, por alguna razón volví otra vez al sector privado, trabajando en otras cosas. Pero, siempre me llamaba la cocina. Ahí fue cuando en el 2015, luego de estar dirigiendo (comercialmente) una aerolínea, dije: “¡No más! Métale a esto si es lo que quiere hacer”.
—Su hija, ¿contenta?
—Sí, como te comentaba, ella estaba terminando, aquí en Costa Rica, la carrera de Artes Culinarias. Le pregunté: “¿Se anima?”. Y me respondió: “¡Dele! Vamos a ver qué pasa”.
—¡Ahí empezó todo!, —reforcé su historia—.
—Apuntamos a ese local, diagonal a la Clínica Católica y el día que abrimos dijimos: “Claro, aquí el mercado son los cientos de funcionarios de la Corte porque estábamos cerca". ¡No apareció ni uno! Abrimos el restaurante el 22 de mayo y durante varias semanas nos preguntábamos dónde estaban los de la Corte, porque los que llegaban eran doctores, doctores, doctores… Descubrimos que era un nicho de mercado que no estaba atendido o bien atendido y decidimos entrarle a esto de una manera más formal.
—¿Cómo llegaron a avenida 14? (retomando lo del inicio)
—Este segundo restaurante fue pensado e intencionado buscando la Clínica Bíblica: ya sabíamos que había una necesidad. Nuestros clientes que atendían la Católica (casas farmacéuticas) me decían: “Vea, váyase a la Clínica Bíblica, no ve que ahí no hay algo como esto y tenemos que andar buscando por todo lado dónde almorzar”.
—¿Otra vez amor a primera vista?
—Vinimos, parqueamos acá, cuando era parqueo, no vimos nada, caminamos toda la zona, no veíamos nada y nos dijimos que no, que aquí no había dónde. De repente, nos montamos en el carro, y, mientras pagaba el parqueo, le dije vacilando a mi esposa: “¿Cómo es que en este lugar no se puede hacer un restaurante?, ¡me parece lindísimo este sitio!”. Ella me respondió: “¡Ah sí!” (un poco incrédula, quizá). Al final, nos fuimos.
Probablemente, el cobrador en el parqueo escuchó esa conversación.
—A la semana exacta, —continúa Orvieto— alguien me llamó por teléfono y me dijo: “Mire, nos enteramos que andaba buscando un local aquí, por la Bíblica. Venga y se lo enseño”. Entramos al parqueo, salió el oftalmólogo (Paul) Flikier que es a quien le alquilo el local y le dije: “Bueno doctor, ¿y adónde vamos?”. “No, no vamos. Es aquí en el parqueo. ¿No le interesa hacer un restaurante aquí?”, me respondió. Fue en ese momento cuando nos dimos la mano.
El vuelo.
Y así, como una piedra lanzada de forma casi paralela, al ras, rozando el agua en una, dos, tres o más ocasiones, Orvieto empezó a empaparse y sumergirse en el mundo de la gastronomía.
Con ayuda de la “magia de su esposa”, según la calificó, empezaron a remodelar.
Y así también, como una de las aeronaves que algún día dirigió este oriundo de Tibás, ahora santaneño, fue como alzó vuelo y se decidió por su instinto y amor a la cocina.
Su éxito frente a los sartenes y ollas se alimenta también de buenas acciones, ya que busca encadenamientos con productores nacionales para ponerlos a producir y generar sus propios ingresos.
Es un chef que, junto a las manos de otros colegas, aboga por fondos para apoyar a niños de escasos recursos con alguna discapacidad, como la noticia del pasado 21 de mayo relacionada con la Fundación Anik.
Si por la víspera se saca el día, cada platillo vale la pena. Sea usted parte de esa degustación constante y cambiante día con día.
Le pedí que ojalá pudiera tener el risotto de salmón con fresas y todos sus ingredientes para el momento de esta publicación.
Espero que haya disfrutado de este pedacito de historia de vida así como “las 22” preguntas y “las 22” fotografías puestas adrede para calzar con el nombre e historia del restaurante.
Fin.
En Instagram acostumbro subir fotos y videos relacionados con comida, árboles, animales, deportes y naturaleza. Algunas de ellas terminan convirtiéndose en publicaciones de este blog.
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