Roma-Los Saenz, EE. UU. Apenas cae el sol, los traficantes mexicanos inflan un bote, cargan 15 migrantes, gritan a los niños que dejen de llorar y reman con frenesí para cruzar en unos minutos el Río Grande, hasta Estados Unidos. La escena se repite casi a diario desde hace dos meses, a veces toda la noche.
En la primera media hora de oscuridad del domingo, cuatro botes inflables con unos 50 inmigrantes indocumentados de Honduras y Guatemala llegaron a Roma, Texas, casi simultáneamente.
Agentes de la Patrulla Fronteriza estadounidense (CBP) suelen conversar y hasta bromear a los gritos con los traficantes al otro lado del río, pero no intentan detenerlos si no pisan suelo estadounidense.
Cuando llegan los migrantes, en ocasiones de a centenares y muchos de ellos menores que viajan solos, a veces ya ni quedan agentes en la costa. La CBP los detendrá a un kilómetro de allí, al final de un sendero arenoso que lleva a este pueblo de 11.000 habitantes en el Valle del Río Grande.
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‘Me tengo que mantener’
“¡Dile a la migra que no me vayan a pinchar la lancha; traemos niños, está hondo el río, ya les quitamos los chalecos, que hagan caso!”, grita “Chuchi”, un traficante de unos 25 años al aproximarse remando a la costa estadounidense, donde hay al menos cinco botes pinchados en la arena y colgados de las ramas de espesos arbustos.
“Todos los días hay mucho trabajo”, dice “Chuchi” desde su bote. “También tenemos hijos como usted” y el trabajo paga bien, señala.
“Es mejor trabajar aquí que andar en la delincuencia, ¿o no?”, dice su socio, otro “pollero” de unos 30 años, como llaman en México a los traficantes de personas.
“Me tengo que mantener”, afirma cuando se le recuerda que traficar personas es un delito. “Yo también tengo hijos; seis hijos ciudadanos estadounidenses”, añade.
No da su nombre, dice que tiene miedo de ser capturado. Un salvavidas ha quedado atrapado entre los juncos a un metro de la costa estadounidense, duda sobre si bajar del bote para recuperarlo. “Yo me bajo por él, ¿pero dónde está la ‘migra’?”, pregunta temeroso.
Los “polleros” trabajan en general asociados con cárteles de la droga. En Miguel Alemán, el peligroso pueblo mexicano situado frente a Roma, están activos los carteles del Golfo y del Noreste, dijo Iv Garza Junior, jefe de policía de Roma. Los carteles se enfrentan regularmente y las ráfagas de rifles automáticos se escuchan desde Estados Unidos.
El traficante dijo que trabaja “para alguien”, pero no quiere decir para quién.
Casi 100.000 inmigrantes indocumentados procedentes sobre todo de Honduras, Guatemala y El Salvador fueron detenidos por la CBP en febrero a lo largo de los casi 3.200 km de frontera entre Estados Unidos y México, un nivel que no se veía desde la llegada de grandes caravanas en el 2019.
La mayoría son deportados, asegura el gobierno estadounidense de Joe Biden, pero a diferencia de lo que sucedía durante la presidencia de Donald Trump, los menores que viajan solos cada vez en mayor número y muchas familias no son expulsados.
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El sábado al atardecer, un agente de la CBP advirtió a los gritos a un traficante que no cruzara a los migrantes por allí porque sería detenido por la Policía estatal de Texas.
El “pollero”, sin camiseta, levantó los bíceps al aire y preguntó: “¿Dónde los quieres?”. El agente de la CBP le señaló por dónde desembarcar. “No estoy tan ansioso. ¿Quieres fumar marihuana?”, respondió el traficante al otro lado del río, y encendió un cigarrillo.
“¡Cuando me retire!”, respondió riendo en español el agente de la CBP.
Volver a intentar
Uno de los migrantes recién desembarcados es Dani, un hondureño de 42 años que viaja con su hija Daniela, de seis años. Ya hizo el mismo viaje hace dos semanas, exactamente por el mismo lugar, pero lo deportaron cuatro días después en un bus a Acuña, México.
Ahora vuelve a intentarlo con la ayuda financiera de su hermana, que vive en Nueva Orleans. “Mi salario en Honduras no alcanzaba para mantener a mi familia”, dice mientras camina desde el río para entregarse a la CBP.
Ningún migrante quiere decir cuánto cobran los “polleros”.
Entre los recién llegados están dos hermanas guatemaltecas de 7 y 13 años que viajaron solas durante 15 días y buscan reunirse con su padre en Virginia.
“Mi mamá está enferma y ya no nos puede cuidar. Está hospitalizada”, dice la mayor, Heidi. “Me siento feliz que voy a ver a mi papá. No me acuerdo de él. Se fue de Guatemala cuando yo acababa de nacer”.
Un agente de la CBP pide a la niña de siete años que se quite la cadena que lleva al cuello y la ponga en una bolsa de plástico. Pero la pequeña no puede. El agente saca un enorme cuchillo y se la corta.
“Este trabajo apesta”, dice.