Sentadas a la terraza de un restaurante de mariscos de Houston, la mayor ciudad de Texas, un grupo de mujeres disfruta de una receta local de ostras.
Los moluscos se empanan, se untan con mayonesa y se meten en un sándwich. Las clientas, instaladas a la sombra de una palmera en un día invernal con 20 °C, no sospechan que, en la parte trasera del restaurante, una joven le busca una segunda utilidad a las conchas.
Gracias a Shannon Batte, pronto se convertirán en un arrecife en la bahía de Galveston, a 10 kilómetros de ahí.
La empleada de la Galveston Bay Foundation carga un remolque con siete contenedores de 80 kilos cada uno, llenos de conchas de ostras, y también de agua, tenedores olvidados y limones. Todo el año, los lunes, miércoles y viernes recorre los restaurantes socios de su asociación para recoger esos residuos.
"La mayoría de la gente consume ostras en los meses que acaban en 'r'. Como estamos en diciembre (december en inglés), es la buena época. Pero por culpa del covid, no tenemos tantas conchas como de costumbre", explica Batte.
"Nuestros clientes quieren saber de dónde vienen las ostras y adónde van", indica Tom Tollett, el jefe del establecimiento Tommy's Seafood Restaurant & Oyster Bar, citado por la fundación. Ahí fue donde tuvo lugar la primera colecta de conchas hace 10 años, en marzo de 2011.
Una decena de restaurantes de la zona de la bahía participan ahora en el programa. En sus menús y en sus mesas, se ven logotipos y esquemas que muestran a los clientes el destino de los miles de conchas recolectadas: volverán al mar de donde salieron y servirán de arrecife para nuevas ostras.
La bahía de Galveston, una joya de Texas, forma un ecosistema especialmente rico en mariscos, gracias a la mezcla del agua dulce de sus ríos y el agua salada del golfo de México.
En 1845, cuando Texas se unió a Estados Unidos, la ciudad de Galveston ya tenía un bar de ostras. Pero en septiembre de 2008, el huracán Ike, que dejó 113 muertos en el país, destruyó más de la mitad de su hábitat, sepultando sus arrecifes bajo capas de sedimento.
Para reconstruir el ecosistema, cada primavera las conchas se vierten en las rocas situadas al fondo del agua, en lugares con poca marea. En las zonas donde la corriente es más fuerte, las conchas de juntan en redes y se instalan como barreras en el mar.
Forman así un nuevo hábitat y, con esas barreras, sirven también para luchar contra la erosión de los suelos al romper las olas. El agua menos agitada se vuelve propicia al desarrollo de la vegetación.
"Es un método procedente de una asociación hermana de Florida, la Tampa Bay Watch", explica Haille Leija, encargada de la restauración en la fundación de Galveston. "Crea un verdadero litoral de vida muy distinto de los diques permanentes que existen para proteger las costas".
La Galveston Bay Foundation dice haber protegido más de 30 kilómetros de costas y restaurado 20 hectáreas de marismas saladas. Recuperó 54 toneladas de conchas en 2012; 125, en 2019 y 111, en 2020, a pesar de la pandemia.
Una vez en el agua, las conchas forman un hábitat perfecto para cangrejos, gambas y pequeños peces, unos animales que alimentarán a otros, contribuyendo a la diversidad del entorno.
Por último, el desarrollo de la población de ostras ofrece otra ventaja: cada molusco filtra naturalmente hasta 190 litros de agua al día.
Antes de llevarlos al mar, Batte deja las conchas en un descampado de Pasadena, entre Houston y la costa.
La mujer de 33 años vacía ahí los contenedores, retira los tenedores y esparce las conchas por el suelo. Tres meses después, se les dará la vuelta con una pequeña excavadora y pasarán otro trimestre al aire libre.
Este tratamiento permite esterilizar las conchas matando las bacterias y los parásitos.
Poco después de la llegada de Batte, aparecen las primeras moscas y cuatro jabalíes que lamen los restos de ostras y muerden los limones.
"Cada vez tienen menos miedo, y a veces ni siquiera esperan a que me vaya para deleitarse. Menos mal que tengo una bocina para asustarlos", dice sonriendo.
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