"Oriente Medio perdió la oportunidad de dar sus primeros pasos hacia la libertad y la democracia y Occidente eligió ser un interlocutor silencioso". Este es el recuerdo del Nobel de la Paz, Mohamed ElBaradei.
"Esto no ayudó a la Primavera Árabe", añade esta figura de la oposición liberal egipcia, diez años después de las primeras manifestaciones en Túnez que desencadenaron un levantamiento popular en la región.
Después de Túnez, Egipto, Yemen, Libia, Baréin, Siria y Yemen se vieron a su vez atrapados en un torbellino que cambió la faz de Oriente Medio. Un sismo que los países occidentales no vieron venir.
Cercanos a algunos regímenes autoritarios que durante décadas fueron considerados como garantía de estabilidad y seguridad, no calibraron lo que estaba ocurriendo. ElBaradei lamenta que no apostaran realmente por las esperanzas democráticas.
"Sabíamos lo que no queríamos, pero no teníamos tiempo para discutir cómo sería el día siguiente", recuerda. "No teníamos las herramientas ni las instituciones".
Son muchos los que comparten esta visión amarga de los acontecimientos que arrasaron con algunos regímenes pero también con la ilusión de los pueblos, que fueron reprimidos violentamente, frente a países occidentales indecisos, inconstantes e impotentes, según testimonios recabados por la AFP.
Pero no fue por falta de compromiso. Varias oenegés y organismos paragubernamentales trataron de apoyar las ambiciones democráticas.
Pero los autócratas denunciaron una manipulación. A finales de 2011, en Egipto, 43 miembros de oenegés locales e internacionales, entre ellos unos 20 extranjeros (en su mayoría estadounidenses), fueron acusados de interferir en los asuntos del país. Los extranjeros fueron expulsados, los otros condenados.
En Siria, tras la visita del embajador de Estados Unidos a la ciudad de Hama, entonces centro de la protesta, Damasco dijo que había "pruebas de la participación de Estados Unidos en los acontecimientos" y de su deseo de "aumentar" la tensión.
Otros países emitieron acusaciones similares. Pero el argumento no se sostiene, según Srdja Popovic, cofundador de la oenegé serbia Canvas (Centro de Acciones y Estrategias Aplicadas No Violentas).
"Para tener éxito, estos combates deben venir de dentro", dice, basándose en 15 años de experiencia en países de todo el mundo que luchan por la democracia. "No se puede importar una mayoría, ni a gente para construirla".
Stéphane Lacroix, investigador del Instituto de Estudios Políticos de París, también descarta la teoría de una conspiración extranjera. "Quienes ven al imperialismo en todas partes no consideran que los pueblos autónomos son capaces de movilizarse porque no pueden soportarlo más. ¡De eso se trata la historia! No es Washington que llama y dice: "Agente 007, vaya a la Plaza Tahrir".
En cambio, hay una verdadera unanimidad sobre la ceguera y la falta de valentía de los países occidentales.
Nadim Houry, que dirige el grupo de reflexión Arab Reform Initiative, pinta un cuadro implacable. La Primavera Árabe "tomó por sorpresa a los occidentales en 2011". Se tomaron unos meses para pensar y rápidamente cerraron la puerta a este experimento de cambio democrático. Y de 2012 a 2013, volvieron a una visión exclusivamente de seguridad en la región".
Esta es la visión general. Pero cada teatro tuvo su propia tragedia.
En Túnez, antigua colonia francesa, todas las miradas se dirigieron a París en el momento decisivo en que el presidente Ben Ali reprimió las calles.
En enero de 2011, la canciller Michèle Alliot-Marie ofreció a Túnez el "saber" francés para "resolver situaciones de seguridad".
También fue vilipendiada por pasar vacaciones a finales de 2010 en Túnez, cuando ya había comenzado la revuelta. Renunció a finales de febrero, convirtiéndose en una víctima expiatoria de la ceguera del Estado francés en su conjunto.
En Francia, la comunidad tunecina se movilizó, pero el Estado francés la ignoró. "Pensamos que estas dictaduras iban a durar para siempre. Así que no tenía sentido hablar con opositores en el exilio a los que no tomábamos en serio", dice Stéphane Lacroix.
En Egipto, maniobraba Washington. La ayuda militar estadounidense al régimen de Hosni Mubarak ascendía a 1.300 millones de dólares por año desde 1979.
Barack Obama observaba las manifestaciones con cierto entusiasmo, pero su secretaria de Estado, Hillary Clinton, se mostró cauta. Temía en particular enemistarse con los aliados americanos en el Golfo, como Emiratos Árabes Unidos o Arabia Saudita. "No estaba convencida", estima Sherif Mansour, un activista egipcio, entonces miembro de Freedom House.
Mubarak tiró la toalla en febrero de 2011. El Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas (SCAF) tomó las riendas del país. Un año después, en junio de 2012, el candidato de los Hermanos Musulmanes, Mohamed Morsi, se convirtió en el primer presidente egipcio elegido que no provenía del ejército.
Washington, que apoyó el proceso electoral, debía entonces lidiar con un islamista.
Morsi fue inmediatamente desafiado por una oposición laica que no se reconocía en la victoria de los Hermanos Musulmanes. La Plaza Tahrir se llenó de nuevo. Se acusó a Estados Unidos de haber ayudado a los islamistas a "robar" las elecciones.
A mediados de 2013, el presidente fue depuesto por el ejército. El general Abdel Fatah Al Sisi, ministro de Defensa, lo remplazó.
Obama se mostró reacio, pero bajo la presión de Riad y Abu Dabi, se abstuvo de utilizar la palabra "golpe de Estado" que, según la ley estadounidense, habría puesto fin a la ayuda militar.
Terminó otorgando a la junta una forma de legitimidad, a pesar de la sangrienta represión contra los pro-Morsi (1.400 muertos en 7 meses, la mayoría islamistas). La contrarrevolución ganó.
Frank Wisner, enviado especial de Estados Unidos a Egipto, recuerda por un lado la "abrumadora" voluntad de los egipcios de recuperar la estabilidad. Por otro lado, su aspiración a la democracia.
¿Podría Estados Unidos haber cambiado la historia? "Estoy convencido de que no. ¿Podríamos haber enviado un mensaje diferente? Por supuesto que podríamos haberlo hecho".
Al mismo tiempo, en Libia, las manifestaciones comenzaron a mediados de febrero de 2011 y fueron reprimidas con sangre. El presidente francés de entonces, Nicolas Sarkozy, presionó para una intervención armada.
La resolución de la ONU de 1973 autoriza el uso de la fuerza para proteger a los civiles. Las operaciones comenzaron en marzo, bajo el mando de la OTAN. Se emitió una orden de arresto internacional contra el jefe del Estado Muamar Gadafi, pero éste fue asesinado en octubre.
Este resultado fue más allá del objetivo del texto de la ONU, para gran disgusto de los rusos y los chinos.
El espíritu de la resolución fue "totalmente desviado", lamenta el embajador Nicoullaud.
Y lo peor estaba por venir: Libia no tenía instituciones. Durante cuatro décadas, Gadafi "gobernó sin Estado, apoyándose en un aparato de seguridad ideologizado y en las tribus", dice Lacroix. "El país nunca ha tenido una vida política, partidos o sociedad civil".
"Lo que no calibramos lo suficiente es que es un reto reorganizar y reconstruir un Estado", dice a la AFP el expresidente francés, François Hollande, entonces en la oposición, pero a favor de intervenir en Libia.
El 11 de septiembre de 2012, cuatro estadounidenses, incluido el embajador Christopher Stevens, murieron en el ataque al consulado de Bengasi (este). Un acontecimiento que llevó a Obama "a preguntarse qué hacía Estados Unidos en Libia", recuerda Hollande.
Este desastre seguía en la mente de todos cuando surgió el caso de Siria.
Las manifestaciones en Siria comenzaron en marzo de 2011 y fueron reprimidas inmediatamente.
"No había ningún proyecto (occidental). Se distribuyó mucho dinero a grupos y personas que no sabían qué hacer con él", dice Ibrahim al-Idleb, activista de Idleb (noroeste), ahora exiliado en Turquía.
Se enviaron armas, pero no una defensa antiaérea: la rebelión la quería ante los ataques de Bashar Al Asad, pero los estadounidenses se oponían ya que temían que se usara contra Israel o cayera en manos de los yihadistas.
El caos terminó por imperar. Los occidentales querían hablar con grupos estructurados. La Conferencia Internacional de Amigos del Pueblo Sirio, que reúne a los países árabes y occidentales y a Naciones Unidas, trataron de sacar al país del atolladero, pero no sirvió de nada. Los islamistas radicales y luego los yihadistas destruyeron el movimiento anti-Asad.
A mediados de 2012, Obama dijo que el uso de armas químicas equivaldría a cruzar una "línea roja". A mediados de 2013, se acusó a Asad de haber utilizado estas armas contra los rebeldes en un barrio cerca de Damasco, pero Washington no reaccionó.
La llamada línea roja era "una posición débil", estima Nikolaos Van Dam, exembajador holandés en varios países de la región. "Sugiere que se pueden usar bombas de racimo, barriles de explosivos, fósforo, todo tipo de armas, pero no las armas químicas".
Barack Obama había prometido a su electorado repatriar las tropas desplegadas en Medio Oriente y muchos europeos rechazaban una intervención.
"Había acordado una operación con él. Los militares estaban trabajando para llevarla a cabo, los diplomáticos para preparar su legitimidad dentro del Consejo de Seguridad. Todo estaba listo. Y al día siguiente nos dijo: "Voy a pedir autorización al Congreso" (antes de atacar, ndlr). Fue ahí cuando supe que se había acabado", dijo Hollande.
"Fue un error estratégico", añadió.
"El uso de armas químicas acabó con cualquier esperanza de una acción decisiva por parte de Occidente. Le dio un cheque en blanco a Bashar al Asad y abrió una nueva vía a Rusia, Irán y Turquía", señala Bassma Kodmani, politólogo y opositor sirio.
Siete años después, el juego de poderes continúa. Mick Mulroy, exejecutivo de la CIA y de la Secretaría de Defensa de Estados Unidos, denuncia las ambiciones de los rusos y los chinos. "Oriente Medio es donde se está jugando la estrategia de seguridad nacional estadounidense. Estados Unidos debe estar presentes en esta competición".
Los pueblos árabes, por su parte, intentan avanzar. Túnez es una democracia en crisis económica. Egipto está gobernado por una dictadura militar y Asad sigue en el poder.
En cuanto a Libia, se anunciaron elecciones en diciembre de 2021, pero el país sigue dividido entre el Gobierno de Unidad Nacional de Trípoli, reconocido por la ONU y apoyado por Turquía, y una oposición armada apoyada en particular por los Emiratos y Rusia.
"La democracia no se logra en un día", dicen los más optimistas. Mientras tanto, el número de muertos sigue aumentando y Europa se enfrenta a una imparable ola de refugiados.
"No estaba escrito de antemano que todo terminaría así", concluye Nadim Houry. Aunque se niega a atribuir la "responsabilidad principal" a Occidente estima que "en este enorme fracaso y desperdicio, en esta tragedia humana, no estuvieron presentes".
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