Aquella tarde, la del jueves 11 de julio de 1991, la Luna se soltó de la soga que la ataba al árbol de la noche y corrió a embestir el capote de luz del Sol.
No me lo contaron, lo vi con mis propios ojos, sentado en uno de los postes del corral de la finca El Escarbadero, en Filadelfia, Guanacaste.
Me encontraba en esa propiedad olorosa a boñiga, mecates de cabuya y monturas, para cubrir, como periodista de La Nación, el tan esperado eclipse total de Sol o “del milenio”.
Así fui testigo del instante en que el chúcaro satélite de la Tierra empezó a lanzar cornadas de oscuridad contra la capa del astro rey, el cual, siempre diestro, respondió con chicuelinas, verónicas y revoleras que presagiaron un espectáculo inolvidable. Y así fue.
A eso de las 2 p. m., la inquieta novilla de cuartos crecientes y cuartos menguantes interpuso su cuerpo de 3.470 kilómetros de diámetro entre nuestro planeta y el Sol.
¡Olé!, gritaron las tinieblas cuando en pleno día sorprendieron a los tablados de gran parte de la humanidad con una noche de casi siete minutos que engañó incluso a los animales de El Escarbadero: el ganado se agrupó en el corral y se dispuso a dormir, el gallo pinto condujo a las gallinas hasta las ramas del árbol donde siempre dormían y los pájaros acallaron sus voces luego de trinar al unísono para despedir al día. Solo los grillos y las luciérnagas se mantuvieron despiertos.
Cuatrocientos segundos después, la Luna perdió aire y arrestos; entonces el Sol cortó rabo y orejas. No lo anunció el clarín, sino el canto del gallo.
Lo confieso: aquella tarde, la del jueves 11 de julio de 1991, se me puso la piel de gallina y se me humedecieron los ojos mientras veía a la Luna embistiendo el capote de luz del Sol. Desde entonces soy, como cantaba el español Joselito, “ese toro enamorado de la Luna”.