El olor del café recién chorreado es capaz de despertar, con solo su aroma, a más de un dormido; el repentino aroma del perfume de un viejo amor puede revivir momentos olvidados; el olor putrefacto de un pescado nos advierte que no debemos comerlo...
¿Cuál es el mecanismo que emplea nuestro cerebro para percibir diferentes aromas y asociarlos a recuerdos o aprendizajes? El hallazgo de la respuesta a esta intrigante pregunta ha hecho a Richard Axel y Linda B. Buck merecedores del premio Nobel en Fisiología y Medicina del 2004.
Las investigaciones de estos dos estadounidenses han abierto la puerta a la comprensión de uno de los sentidos menos entendidos: el olfato.
En poco más de una década –sus revolucionarios hallazgos se dieron a conocer en 1991–, la medicina pasó de la total ignorancia del tema a una comprensión amplia de él.
Resulta que el olfato es uno de los sentidos más complejos. Buck y Axel descubrieron un grupo de 1.000 genes –de los cerca de 30.000 genes que tiene el ser humano– dedicado a la percepción de los olores.
Es una cantidad significativa de genes, tomando en cuenta que en la percepción visual solo se emplean tres genes y en los sensores del gusto, ubicados en la lengua, se usan solo 30.
Lo más curioso es que la gran cantidad de genes dedicados al olfato no es exclusiva de los seres humanos. Las moscas de la fruta y los ratones, favoritos modelos para la investigación en el laboratorio, también emplean entre el 3 y el 5 por ciento del total de sus genes en su sentido olfativo.
¿En qué se utilizan tantos genes? Todo es parte de un simple, y a la vez complejo, sistema de señalización cerebral.
De la nariz a la mente
Cada uno de los 1.000 genes involucrados en el mecanismo del olfato lleva dentro de sí la información para convertir a una célula nerviosa (neurona), que se ubica en el interior de la cavidad nasal, en una especialista que identifica un olor específico o molécula odorante.
Estos receptores hacen que el ser humano sea capaz de identificar 1.000 moléculas odorantes. Como si fueran las notas en una partitura, la combinación de las señales de esos receptores del olor permite percibir unos 10.000 aromas diferentes.
En cada nariz existen miles de neuronas por cada tipo de receptor de molécula odorante. Al exponerse a un olor, las neuronas que tienen el identificador de esa molécula odorante se “encienden” y envían, a través de sus axones –un largo brazo que comunica a la neurona con el cerebro–, un impulso eléctrico que llega al bulbo olfativo del cerebro.
Allí están los glomérulos, centros encargados de identificar el tipo de odorante. En el bulbo olfativo hay un total de 2.000 glomérulos, dos para cada tipo de molécula odorante.
Como un juego de luces que se prenden y apagan, las neuronas se encargan de enviar los mensajes a los glomérulos específicos.
Desde el glomérulo, el relevo de señales eléctricas sigue su camino a las células mitrales. Aquí también se mantiene la especificidad: cada glomérulo solo está conectado a una exclusiva célula mitral encargada de señalizar ese olor específico.
Luego la célula mitral se encarga de retransmitir la señal a otras regiones del cerebro donde, se cree, se combinan todos los impulsos que recogen los sentidos.
Esto explicaría, según los científicos, por qué un olor puede reavivar un recuerdo o refrescar la experiencia vivida.
El estudio que reveló la existencia de los 1.000 genes del olfato fue publicado por Axel y Buck en 1991.
Luego cada uno continuó con el trabajo en el área, pero en forma separada. En sus respectivos laboratorios, ambos hallaron nuevas piezas en el complejo mapa del sentido del olfato.
El preciso mapa olfativo fue publicado por Linda B. Buck y sus colegas en el 2001 en el Instituto Médico Howard Hughes, en la revista Nature. “Avanzamos paso a paso, pero nos vamos acercando más y más a lo que se podría pensar es el punto final de la percepción del olor en el cerebro”, anotó Buck en ese momento.
El entendimiento del mecanismo que emplea el sistema del olfato, revelado por Axel y Buck, es una valiosa pieza del complicado rompecabezas sobre cómo el cerebro representa la realidad del mundo exterior.