
Juana, una niña argentina, nació con complicaciones médicas que encendieron alertas desde el primer día. Su madre, Valeria Argañaras, apenas logró abrazarla antes de que el equipo médico decidiera mantenerla hospitalizada durante 10 días, debido a problemas para regular su temperatura corporal.
A la semana de salir del hospital, una fiebre persistente llevó al diagnóstico de una infección urinaria. Aunque los estudios no evidenciaron complicaciones renales, la familia no logró recuperar la tranquilidad.
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Dos meses después, intentaron unas vacaciones. Sin embargo, Valeria notó que algo no estaba bien. El cuerpo de su hija se sentía inusualmente blando.
Con el paso del tiempo, las señales se hacían más evidentes: Juana se sentaba encorvada y no lograba sostener la cabeza.
Al cumplir un año, desarrolló patrones de sueño irregulares. No dormía por las noches, quería jugar. Además, no gateaba como suelen hacerlo los niños a los ocho meses.
Ante estas señales, sus padres consultaron al pediatra, quien atribuyó los síntomas a las internaciones anteriores.
A pesar de eso, Valeria y su esposo, Diego, permanecieron atentos. El médico los refirió a una neuróloga. Esta profesional le realizó un análisis de sangre y detectó un déficit de carnitina, una sustancia clave para producir energía. Le recetó un suplemento y minimizó la preocupación.

Valeria también mencionó el retraso en el lenguaje y presentó un informe de la estimuladora temprana. Aunque la neuróloga reconoció que decía pocas palabras para su edad, no lo consideró preocupante.
Como alternativa, recomendó ponerle videos infantiles y matricularla en un jardín maternal para que se relacionara con otros niños.
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Sin embargo, Juana lloraba desconsoladamente cada vez que asistía al centro. En una nueva consulta, un segundo neurólogo decidió examinarla y, tras estudios más específicos, determinó que Juana tenía autismo.
Este diagnóstico inicial le brindó cierto alivio a Valeria. Ya no sentía que imaginaba los síntomas. Aun así, la psicóloga explicó que no se trataba de una conclusión definitiva. El desarrollo de Juana todavía podía derivar en Síndrome de Asperger o un trastorno del lenguaje.

La familia inició terapias intensivas. Juana, con tres años, comenzó a recibir 20 horas semanales de terapia cognitivo conductual, además de sesiones de musicoterapia, terapia ocupacional y fonoaudiología neurológica.
Sin embargo, no mostraba avances. Perdió las pocas palabras que había aprendido. Comenzó a realizar movimientos repetitivos con las manos y dejó de manipular objetos. Abandonó comportamientos anteriores, como chupar los cuellos de sus camisas. El lenguaje no progresaba.
Valeria buscó una nueva opinión médica. La neuróloga recomendada por su primera estimuladora temprana escuchó con atención y sugirió la posibilidad de un Síndrome de Rett, un trastorno genético del neurodesarrollo que suele afectar a niñas y se relaciona con mutaciones en el gen MECP2, vinculado al cromosoma X.
Tras tres meses de espera, los estudios genéticos confirmaron el diagnóstico.
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El Síndrome de Rett implica una pérdida progresiva de habilidades, alteraciones motoras, dificultades en el lenguaje y conductas repetitivas con las manos. Aunque al principio el desarrollo parece normal, los signos aparecen con el tiempo y afectan severamente la calidad de vida.
Valeria sintió alivio al tener un diagnóstico, pero también miedo, pues ya conocía lo que implicaba. Se vinculó con la Fundación Sin Rett, parte de la Alianza Argentina de Pacientes (ALAPA). Esta organización brinda apoyo a familias que enfrentan enfermedades poco frecuentes o de diagnóstico complejo.
Actualmente, hay al menos 140 familias diagnosticadas, aunque se presume que muchas más aún no lo saben.
En el año 2020, Juana comenzó a experimentar convulsiones. Los estudios indicaron que se trataba de epilepsia refractaria, una condición asociada al síndrome. Hoy toma dos anticonvulsivos, uno de rescate y también aceite de cannabis para controlar los episodios.
Sigue una dieta antiinflamatoria sin gluten, azúcar, lácteos ni conservantes, con la cual logró subir dos kilos, un avance importante para su diagnóstico.

Juana no habla, pero su familia logra entenderla. Está empezando a utilizar Tobii, un dispositivo que emplea pictogramas y lectura ocular para facilitar la comunicación.
Sus actividades favoritas incluyen estar en la pileta, montar caballos en sus sesiones de equinoterapia y compartir con otros niños, aunque no interactúe como ellos. Disfruta los abrazos, los besos, la música y los videos de YouTube.
La familia sigue de cerca los avances científicos. Actualmente, existe un único tratamiento aprobado por la FDA, que ha mostrado mejoras en algunos pacientes, aunque también puede causar efectos secundarios.
La opción más prometedora es una terapia génica en fase avanzada de estudio. Esta no revertiría la enfermedad, pero permitiría aprender nuevas habilidades y conservarlas. Otros estudios todavía se encuentran en fase de laboratorio.
Valeria aseguró que ver que el síndrome de su hija es objeto de investigación le brinda esperanza. A diferencia de otras enfermedades que no reciben atención, saber que existen estudios en curso ya representa un avance significativo para las familias.
*La creación de este contenido contó con la asistencia de inteligencia artificial. La fuente de esta información es de un medio del Grupo de Diarios América (GDA) y revisada por un editor para asegurar su precisión. El contenido no se generó automáticamente.