Al norte de Lima, en Perú, una ciudad supo, hace 5.000 años, cómo reutilizar materiales, aprovechar la energía del viento y el sol, y emplear conscientemente el agua para no desperdiciarla.
Los carales miraron su entorno, lo entendieron y decidieron construir sus edificios en el sitio donde menos impacto tendrían sobre el ambiente.
Así, la ciudad sagrada de Caral resolvió el cómo ser sostenible cinco millares de años atrás.
La revelación la hizo la arqueóloga Ruth Shady y su equipo en el informe La ciudad sagrada de la civilización Caral. Modelo sostenible: gestión ambiental y riesgo de desastres .
“Hubo un conocimiento del espacio previo al asentamiento para hacer uso de los recursos del valle sin depredarlos”, explicó el arqueólogo Marco Antonio Bezares a La Nación .
“Nunca se asentaron dentro del valle. Aprovecharon las explanadas para disponer los edificios, siempre con un respeto hacia el valle y el monte ribereño”, agregó Bezares.
Aunque Caral como sitio arqueológico se conoce desde 1940, Shady y su equipo lo empezaron a excavar en 1994.
Pensar el territorio. Los carales integraron la civilización más antigua de América, contemporánea a Egipto y China.
Se asentaron en el área norcentral, en el valle del río Supe, entre 3000 y 1800 años a. C.
Construyeron 25 asentamientos donde se albergaron unas 3.000 personas.
Los carales levantaron su ciudad sagrada en un sitio alto rodeado por cerros, el cual poseía un acuífero, buena irradiación solar durante el año, poca precipitación y vientos moderados.
Al ubicarse por encima del cauce del río Supe, previnieron inundaciones y al conservar el bosque ribereño, este funcionaba como un muro de contención ante las crecidas del río.
En cuanto al recurso hídrico, los carales gestionaron la cuenca del río Supe como una unidad.
El torrente se utilizaba para irrigar los cultivos, mientras que los manantiales eran destinados, exclusivamente, para consumo humano. Durante la época en la que se secaba el río, estas fuentes eran utilizadas para riego.
Además, en el mencionado punto entre cerros convergían los caminos que facilitaron el intercambio comercial y cultural entre los asentamientos de la región norcentral.
“Los caminos eran transversales, apenas tenían dos kilómetros, y su visión era conectar los valles”, dijo Bezares.
Eso les permitió diversificarse y así no agotar el recurso.
Como fuentes energéticas aprovecharon el viento y el sol. El primero era potenciado por conductos subterráneos dentro de recintos donde había fogones, lo cual servía para aumentar la temperatura.
“Mediante la energía del viento y el fuego lograron combustiones y el rápido calentamiento de piedras para cocer alimentos con una baja emisión de dióxido de carbono”, se lee en el informe.
El sol servía para secar el pescado, el cual salaban previamente y con ello, alargaban su tiempo apto para el consumo.
Ciudad verde. La ciudad sagrada de Caral consta de 32 conjuntos arquitectónicos. De estos sobresalen siete: tres plazas circulares hundidas, una plaza central y dos plazuelas.
Los pobladores estudiaron las irregularidades del terreno y sus ondulaciones o declives. Allí hicieron nivelaciones a partir del depósito de materiales de residuos, que secaban previamente.
Utilizaron materiales de la zona con fines constructivos. Las shicras eran bolsas de fibras vegetales rellenas de piedras que se empleaban en las bases de los edificios, mientras que la técnica de la quincha –una armazón entretejida de troncos, cañas y fibras que se recubría con arcilla– se usaba en las paredes.
Por ser estructuras de materiales flexibles, las shicras y la quincha ayudaban a dispersar las ondas sísmicas, previniendo así los derrumbes.
Entender las condiciones ambientales era esencial para su seguridad alimentaria, por eso construyeron un laboratorio donde llevaban registro de lo que observaban.
“Prestaron atención a otros indicadores de cambios en el clima, en la presencia o ausencia de algunas especies de animales, cambios que ocurren en el mar con los fenómenos de El Niño o La Niña, pero también en la tierra con el desplazamiento anómalo de aves, sapos, grillos e insectos que, actualmente, los interpretan en el valle como anunciadores de cambios ambientales”, se destaca en el estudio.
Legado. Para Bezares, los carales dejaron una lección aún vigente: la importancia de conocer el paisaje y mantener las áreas verdes.
“La importancia de Caral no solo va a trascender en el momento en que es ocupada, sino que los conocimientos generados y los rasgos culturales van a trascender a civilizaciones posteriores”, comentó Bezares.