Un estudio de la Universidad Northwestern en Estados Unidos explica algunos de los mecanismos que relacionan la sensación de calor con la necesidad de dormir, lo que sugiere que la siesta podría tener un componente biológico además de cultural.
La mosca de la fruta (Drosophila) proporcionó pistas valiosas para entender por qué muchas personas sienten la necesidad de una siesta cuando el calor aumenta. Este insecto, que comparte con los humanos una preferencia por temperaturas de alrededor de 25 ºC, colonizó casi todo el planeta gracias a su estrecha asociación con el ser humano.
“Los cambios de temperatura influyen significativamente en el comportamiento tanto de los humanos como de los animales, ofreciendo señales para adaptarse a las estaciones”, afirma Marco Gallio, profesor asociado de neurobiología en la Universidad Northwestern y uno de los autores principales del estudio, publicado en la revista Cell.
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Los investigadores identificaron receptores de “calor absoluto” en la mosca de la fruta que responden a temperaturas superiores a 25 ºC. Estas neuronas forman parte de un sistema que regula el sueño, compuesto por circuitos fríos y calientes. Cuando el circuito caliente se activa, las células que inducen el sueño permanecen activas por más tiempo, lo que explica el aumento de la somnolencia durante las horas más calurosas del día.
Gallio sugiere que esta diferenciación en los circuitos tiene sentido, ya que el comportamiento humano varía según la temperatura a la que se está expuesto.
Este estudio se basó en un mapa completo de conexiones neuronales de la mosca, elaborado durante una década, conocido como conectoma. Este recurso permite a los científicos explorar las conexiones posibles entre las aproximadamente 100.000 células cerebrales del insecto.
Gallio plantea una pregunta clave: “¿Qué es lo que está programado biológicamente y qué es lo que elegimos?” Aunque en los humanos la siesta vespertina podría parecer una elección cultural, en las moscas es una respuesta biológica, lo que indica un mecanismo subyacente que aún no se comprende completamente en los humanos. Sin embargo, queda mucho por descubrir, como los efectos a largo plazo de la temperatura sobre el sueño y la capacidad de adaptación a los cambios climáticos.
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