Es complicado discernir cuál es el primer sentido en embriagarse. El menú musical varía de una tienda a la otra. En Sinaí predominan los cantos cristianos; en las demás, la oferta es variopinta: en K' Barato hay reguetón, en Mundo Americano cae el sol a tono de jazz soporífero sobre el que, desde horas antes, los empleados discuten mientras separan prendas extraídas de enormes bolsas plásticas.
“Mae, es que usted ya como a las cuatro empieza a poner jazz y así no se puede, yo siento que me duermo”.
“¿Así quiere que llegue hasta las siete despierto? Jamás, cómo se le ocurre”.
Los reclamos funcionan de momento, cuando menos: suena música tropical que pone las manos en ritmo para escoger ropa y los ojos alerta para vigilar la tienda.
Desde el otro lado de los vitrales, donde aparecen los clientes, la música a todo volumen pone los oídos en alerta desde antes de ingresar al inmueble, sí, pero también la vista se expone a una sobredosis de colores, formas, telas, prendas, caos, anarquía. Aquí no hay orden ni dios alguno: aquí imperan los números.
Todo esto vale 1.000; esto de aquí, 2.000. Cada tanto aparecen, inesperados, incomprensibles, molestos incluso en su contexto, precios de 4.000 colones. Más allá, en los estantes que exhiben un rótulo de cartulina repintado con marcadores de colores que dice en letras grandes y gordas PROMOCIÓN, las cosas pueden valer lo que casi nada más podría valer.
Usted escoge: paga el bus de San José hasta Tibás, o le agrega 10 colones más y se deja un suéter con más millas aéreas recorridas que muchos viajeros de cepa.
Usted decide: compra un combo en cualquier restaurante de comida rápida, o se deja este pantalón que Jeremy o Ashley, en Oregon o en Pittsburgh, decidieron dejar de utilizar por la razón que fuera: porque ya no les quedaba bien, porque ya no estaba en temporada, porque nunca se lo pusieron y la prenda resultó ser una víctima más, una víctima silenciosa, del fast fashion .
Una explicación
¿De qué hablamos cuando hablamos del fast fashion ? Imagine hacer con la ropa lo que se hace con una hamburguesa o un burrito: se compra, se utiliza, se desecha en tiempo fugaz. Es decir, hablamos de una tendencia al desenfreno y al desecho en el consumo de ropa, sobre todo en Estados Unidos y sobre todo como consecuencia del auge de grandes tiendas de ropa barata y –la verdad sea dicha– de baja calidad, las mismas tiendas que en el último lustro han comenzado a aparecer en los centros comerciales de la Gran Área Metropolitana.
Esta es la travesía: las marcas de fast fashion en el país norteamericano refrescan por completo su oferta en vitrales cada semana, y los closets de los consumidores estadounidenses quedan apretujados en el exceso hasta que se impone la necesidad de descargar para hacer espacio –para cosas nuevas que todavía no han comprado–.
Jeremy y Ashley, en Oregon o en Pittsburgh, hacen limpieza y llenan bolsas con ropa que ya no usan o que no usaron nunca, y la donan a Goodwill o Salvation Army, organizaciones de caridad que reciben donativos para abrigar a los que no tienen nada. Sucede que hay tantos Jeremys y Ashleys en Estados Unidos, tanta gente haciendo espacio en sus armarios para todo lo que ni siquiera han visto en tiendas todavía, que las manos en Goodwill y Salvation Army que apenas alcanzan para recibir no dan abasto para dar; terminan vendiendo la ropa donada a intermediarios que las exportan o la comercializan al exterior, de acuerdo con una investigación que publicó El Financiero hace un par de años.
Así, muchas manos y muchos kilómetros después, las blusas de Ashley y las camisas de Jeremy y los vestidos de Stacy y los pantalones de Donald terminan ya no apretujados en los roperos de sus casas, sino en los estantes de las tiendas de ropa americana usada que pululan en calles y avenidas de Costa Rica, tan lejos de Pittsburgh y Oregon.
Un recuerdo
No recuerdo la primera vez que escuché la expresión american chuicas –que se utiliza, a veces con desprecio y otras con cariño, para describir a estos establecimientos y, más aún, a los micromundos que en ellos se gestan–, pero sí recuerdo la primera tienda de ropa americana usada que conocí en mi vida: Cleveland, ubicada en una esquina sobre la Avenida del Comercio, en el centro de Cartago. Sé que había otras, pero Cleveland era punto de referencia: sus paredes color turquesa pálido, sus parlantes junto a la puerta con música que, en su intento de atraer, repelían.
A la salida del colegio, después de comer un taco chino y fumar un cigarro no permitido por las leyes del hombre, me gustaba zambullirme entre ropas con historias imposibles de rastrear.
¿Cómo saber de dónde viene la licra naranja, la camisa hawaiana, los estampados de universidades desconocidas, las franelas que parecen sobrevivientes de un pasado noventero, los disfraces para niñas y niños que pueden ponerse muchachas y muchachos, las imitaciones de piel, las pijamas multicolores, los vestidos de novia y de acompañantes, los de graduación, los patrones de líneas, lunares, rectángulos, rombos, triángulos, de fauna y flora, de lealtad a un equipo de un deporte que no se practica en este país, la XS, la XL, la XLLL y, de vez en cuando, con algo de suerte, las tallas en el medio, lo nuevo, lo viejo, las prendas con huecos, las prendas con marca de tienda todavía?
Nunca compré nada en Cleveland, pero es que american chuicas es más que ropa. Explorar entre prendas de ropa americana es, además de un ejercicio de economía, uno de imaginación: como observar retratos de desconocidos, sin contexto, y preguntarse quiénes son, de dónde salieron, a dónde irán.
Un micromundo
Todo lo anterior suena a privilegio, porque para parte de su clientela las americanas, más que una opción, son una necesidad gracias a su apabullante multiplicidad de opciones, la sorpresiva durabilidad de muchas de sus prendas en oferta y sus precios incomprensibles, dignos de rompecabezas.
Sin embargo, en cierta forma, las tiendas de ropa americana funcionan precisamente eliminando el privilegio y democratizando el acceso a bienes que, en otros estratos, se escapan a muchos presupuestos. Cuando los privilegios desaparecen, también lo hacen los estratos sociales y económicos: dentro de una americana, ricos y pobres, todos escarbamos por igual.
La fauna que habita las tiendas es heterogénea: busco un suéter mientras una habitante de la calle, con un vaso de Pops en mano, se ríe sin motivo aparente. En los vestidores, dos muchachos de quinto año buscan camisa para el baile de graduación mientras cuchichean sobre lo que deberían hacer con la plata que se ahorraron. A media tarde, una pareja bien peinada se prueba abrigos para viajar a un destino mucho más frío que el trópico.
Un muchacho, que no quiere dar su nombre porque dice que anda escapado de sus labores, se prueba un traje entero. Una mujer cambia los pañales de su hija, que reposa sobre las grandes camas de ropa revuelta. Retumban rumores de pleitos por cortinas, de billetes de dólares en los bolsillos de los pantalones. Todo huele a americana, un aroma tan difícil de describir como de calificar.
Mientras caminamos en busca del siguiente tesoro oculto, una señora detiene a la amiga que me acompaña para pedirle consejo sobre qué llevarse porque “usted se viste tan bonito, ¿no me quiere ayudar?”. Mientras ambas mujeres discuten sobre las prendas, resuena una frase de un texto que María Montero escribió hace diez años para esta misma revista: la ropa usada es ropa nueva, pero un poquillo más tarde.