El clamor y la indignación –por cierto, más que justificados– de las ciudadanías de que sus demandas legítimas y, sobre todo, las promesas de bienestar construidas en torno al pacto democrático han sido incumplidas, una y otra vez, por diversos actores políticos; en especial, pero no exclusivamente, desde el ejercicio del poder surgido de las urnas electorales han ido fortaleciendo liderazgos mesiánicos y autoritarios que se presentan como alternativa ante los electores.
Estos líderes y sus propuestas, desde cualquier ángulo que se les mire, no son más que peligrosos espejismos y trampas.
Por un lado, apalancan su ascenso al poder a través de los mecanismos de representación democráticos no en una intención legítima de resolver los problemas presentando alternativas realistas construidas en clave colectiva; sino que lo hacen explotando maquiavélicamente la aritmética electoral en torno a la regla de la mayoría de forma que, apelando a las emociones más básicas y autodestructivas y a la indignación de los electores, se obtengan los votos suficientes para alcanzar el poder. No hay tras de estas ofertas electorales más que promesas vacías.
Pero también son un espejismo, pues su narrativa política se construye sobre la base de que el ingrediente necesario para cambiar el estado actual de las cosas es la fuerza, el golpear la mesa y la concentración del poder.
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Se argumenta en contra de los principios constitucionales, de los pesos y contrapesos y de las reglas más básicas de deliberación democrática como si los problemas estuvieran allí, cuando en realidad se encuentran en la ausencia de un espíritu de diálogo y de acuerdo entre los diferentes actores políticos.
La regla de la mayoría democrática no es el marcador de un partido de pelota, ni equivalente a lanzar una moneda al aire y, por supuesto, mucho menos una patente de corso; fue ideada como una forma de decidir entre partes que, previamente, habían deliberado, dialogado y acordado múltiples aspectos de las propuestas sobre las que debían decidir.
Y, aún más fundamental que lo anterior, entre grupos que se sabían parte de un todo en el que coexisten con interdependencia y son capaces de respetarse entre sí, porque sobre ese respeto surge la posibilidad de construir futuros mejores para todos. Es decir, el juego político democrático no va de imponerse sobre los otros, sino de acordar entre todos.
Pero aún peor, estos liderazgos autoritarios, prepotentes y narcisistas representan una peligrosa trampa pues tras la promesa del dictador benevolente y omnisciente no sólo se oculta generalmente la incompetencia, sino que, además, aviesas intenciones de concentrar poder en beneficio de ciertos intereses, conculcar las libertades y los derechos de muchos otros y minar, desde dentro, la convivencia democrática.
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No, los problemas realmente no están en la constitución, tampoco en las leyes, ni mucho menos en los pesos y contrapesos institucionales, sino que radican en la ausencia de actores políticos dispuestos a construir propuestas, debatir sobre ellas y, sobre todo alcanzar acuerdos amplios que permitan resolver los problemas.
Escuchar cantos de sirenas que piden mayorías electorales para cambiar marcos constitucionales e instituciones no acabará bien, porque las intenciones de estos liderazgos cargados de testosterona no es resolver nuestros problemas sino concentrar el poder en unos pocos sin restricciones ni contestabilidad.
Las reformas constitucionales, legales e institucionales necesarias no son las que concentren el poder, sino las que con transparencia y adecuados contrapesos permitan resolver los problemas y evitar la captura indebida de presupuestos y políticas públicas.
Dar espacio a discusiones tan trascendentales y complejas en un contexto en que los liderazgos entienden poco de diálogo y mucho de agresiones y ven la política como imposición y no como acuerdo no acabará bien es, sin duda, abrir una peligrosa Caja de Pandora.
Las fuerzas políticas y sociales realmente democráticas tienen, hacia adelante, una tarea clave: convencer a las ciudadanías –y, quizá, convencerse incluso ellas mismas– de que lo que se requiere no es elegir a quién golpea más fuerte o ruidosamente la mesa, sino a los que sean capaces de dialogar y acordar entre ellos pensando no sólo en su beneficio, sino en el de todos.