Con la aprobación legislativa del presupuesto, concluyó una vez más uno de los rituales institucionales más importantes en las sociedades democráticas – el del control político en torno a la financiación de las políticas públicas – que, en Costa Rica, cada año que pasa, el gobierno y los grupos políticos se empeñan en vaciarlo más de significancia.
Curiosamente, como no pocos hitos institucionales normalmente cargados de significancia y relevancia política en las democracias, en Costa Rica el proceso que conduce a la aprobación de los planes de gasto y endeudamiento gubernamentales suele estar marcado por la inercia y las posturas fiscalistas irreflexivas e intransigentes – tanto en Hacienda como en los partidos de oposición – que no hacen más que evidente la ausencia de visión estratégica e integral acerca de la complejidad del papel de las políticas públicas y de las intervenciones gubernamentales a la hora de satisfacer las demandas que, legítimamente, plantea la ciudadanía.
Los problemas parecen, si la mirada se queda en lo superficial, ser simplemente una brecha significativa entre gastos e ingresos y la insostenibilidad de la deuda gubernamental y, por tanto, la solución a ellos tiende a concebirse casi como una cuestión de simple aritmética, olvidando que, tras cada renglón o partida presupuestaria, hay una política pública, una decisión política de implementarla y, especialmente, un impacto sobre grupos específicos de la ciudadanía y sobre la colectividad.
Al tomar dicho camino se erra en lo fundamental, primero olvidando el carácter esencialmente político de los presupuestos públicos y, segundo, evadiendo la necesarísima evaluación y revisión permanentes de la efectividad de las intervenciones gubernamentales, con el fin de adaptarlas a las cambiantes y complejas realidades de las sociedades modernas y lograr, con ello, que satisfagan las necesidades colectivas.
En las democracias modernas, los presupuestos gubernamentales están pensados en doble clave. Primero, al contener la expresión económica de todo el conjunto de las políticas públicas que se han adoptado a lo largo de décadas, los momentos de control y de formulación no pueden desentenderse de las respuestas a, por lo menos, tres preguntas relevantes: ¿Están alcanzándose los objetivos asignados a las intervenciones gubernamentales? ¿Están empleándose los recursos de una manera eficaz y eficiente? ¿Cómo pueden ser modificadas las políticas públicas y los marcos institucionales para mejorar su alcance y efectividad?
Su segunda dimensión fundamental, es política; lo natural es que las acciones, planes y proyectos que contengan reflejen la impronta ideológica de a quienes ha correspondido, luego de los procesos electorales, formar gobierno y dirigir el Ejecutivo. Así, tanto las decisiones de gasto como de financiación – tributación y endeudamiento – reflejaran, poco a poco y con el paso del tiempo, la visión de la sociedad y de las políticas públicas de quienes gobiernan y, presumiblemente, a través de la lógica de la representación de la ciudadanía.
Tristemente, los presupuestos públicos en Costa Rica están atrapados por una inercia perversa que los convierte en poco menos que requisitos para poder abrir, cada 1.° de enero, las oficinas gubernamentales.
Las consecuencias de tal dinámica van más allá de déficit sostenidos y crecientes y de deuda que se puede tornar impagable, por lo que para resolver estos problemas se requiere no sólo frugalidad presupuestaria, sino que además pensar en las reformas que responden a las preguntas planteadas en torno a la efectividad y pertinencia de las políticas públicas para satisfacer demandas colectivas.
Pensar que un presupuesto ajustado o una regla fiscal resuelve estas dificultades es ingenuo y peligroso, al final, si no se entiende y se acepta la complejidad e integralidad del problema las restricciones presupuestarias terminarán sin resolver los dilemas de fondo, pues tenderán, por facilidad, casi naturalmente a recortar aquellas partidas no capturadas por grupos de interés o que no han sido atrapadas por inflexibilidades legales o institucionales que son, por lo general, las que terminan incidiendo más sobre las personas.
Al final del día, optar por este camino de ajuste no es más que sembrar más dudas en la ciudadanía acerca de la capacidad de satisfacer sus demandas y por tanto añadir más leños al fuego de la indignación y el descontento y, por ende, al deterioro de la confianza y lealtad a las instituciones democráticas.