Los riesgos de la pirotecnia verbal y de los espectáculos efectistas a las que recurren –una y otra vez; y a lo largo y ancho del planeta– los nuevos liderazgos populistas no deben menospreciarse.
Resulta muy peligroso pecar de ingenuos pensando que se trata, simplemente, de una puesta en escena –ruidosa y estridente– con el fin de obtener aprobación y alimentar los índices de popularidad.
Estos espectáculos conllevan, en casi todos los casos, peligros enormes para las políticas públicas, las instituciones y, particularmente, la convivencia democrática.
En sus manifestaciones más inocuas, suele tratarse de ocurrencias de incompetentes aspirantes a reyezuelos que confunden el ser electos democráticamente con una patente de corso o con el ser investido, casi de manera mágica y divina, por el don de la infalibilidad.
Actuando de esta manera sumen a las complejas sociedades modernas –con sus enormes retos que claman por acciones serias y contundentes– en la incertidumbre y la desazón no sólo de hacer lo contrario al bien común sino de saberse, además, estar perdiendo tiempo valioso e irrecuperable.
No hay ruta ni una estrategia para construir u orientar las políticas públicas en la dirección de resolver los problemas reales de las personas y satisfacer las demandas legítimas de las ciudadanías.
En la superficie, el interés de estos liderazgos vacíos es obtener aprobación por la vía de reforzar los prejuicios y los sesgos de amplios segmentos de la opinión pública y, en estas circunstancias, poco importa lo real y mucho menos lo correcto.
Cuando es este el objetivo, estos liderazgos no se inmutan siquiera y más bien parecieran regocijarse al dinamitar políticas públicas en materias tan delicadas e importantes como salud, educación, economía, ambiente, derechos humanos y protección social, sustituyéndolas por, en el mejor de los casos, ocurrencias que no van más allá de anuncios inútiles; mientras que, en el no tan infrecuente peor escenario, desmantelándolas y pretendiendo reconstruirlas sobre la base de prejuicios ante diluvianos e intereses espurios.
En ambos casos, una vez terminado el correspondiente acto, se cosechan aplausos de la audiencia fiel e interesada, pero a un elevadísimo costo en términos de dejar de resolver problemas -¡o incluso crearlos o magnificarlos!– y satisfacer demandas con responsabilidad y visión de nación.
Como el liderazgo populista es corto de miras –no suele ver más allá que el porcentaje de popularidad en las encuestas y por supuesto, sus intereses personales– y, además, de cierta forma egoísta, es incapaz de pensar y menos construir futuros y oportunidades concurrentes para todas y todos.
En estas circunstancias, la acción gubernamental deja de ser ese terreno de donde puedan surgir oportunidades compartidas y ese espacio en que, de alguna forma, se equilibran intereses e influencias, para convertirse más bien en una presa fácil para oscuros intereses particulares.
El histrión populista procurará convencer a su audiencia que sus acciones buscan el bienestar común, pero en el fondo no son más que una redistribución de rentas capturadas ilegítimamente por sectores que aplauden y financian el espectáculo.
Durante el tiempo en cartelera, el espectáculo cosechará aplausos fáciles y, sin duda, logrará agradar a cierta crítica interesada, a noveles actores y a un público suficiente como para conseguir nuevas temporadas y puestas en escena; pero más allá de esto, los problemas seguirán sin resolverse realmente y empeorando, por el tiempo perdido y por el desmantelamiento de las herramientas realmente efectivas para enfrentarlos.
Y como si lo anterior no fuese suficientemente preocupante, las nuevas temporadas de estos sainetes suelen ser cada vez más autoritarios y menos democráticos. Pues, al manifestarse las consecuencias de su incompetencia y corrupción, las demandas de las ciudadanías –aún más descreídas e indignadas– requieren se acalladas mediante la fuerza y la represión.