
Hace unos pocos días, mi buen amigo Juan Carlos Araya me recordó la prueba de la Tía Edna. En realidad se trata de una historia que contó en Washington D.C., a mediados de los 90, Arthur Levitt, quien fuera Presidente de la Comisión de Valores de los Estados Unidos, sobre el requisito que debían cumplir los documentos que las casas de bolsa en ese país entregaran a los inversionistas.
La tal Tía Edna era una señora de 80 años, sencilla y lúcida, pero con los conocimientos apenas básicos sobre inversiones en valores. Mr. Levitt advertía, desde luego con algo de humor y mucho de sabiduría, que él le sometía los prospectos de las emisiones y de los fondos de inversión a la Tía Edna. Si ella entendía lo que detallaban esos documentos, los aprobaba; de lo contrario, eran rechazados.
Es casi seguro que la historia solo sea parcialmente cierta, pero resume lo que será uno de los criterios más relevantes para que la Sugeval autorice la oferta pública de nuevas emisiones, a partir de la nueva regulación que aprobó el Consejo de Supervisión. De hecho, una de las preocupaciones centrales de la estrategia de reforma adoptada por la Sugeval, es precisamente volcar la atención hacia los inversionistas.
Muchos esfuerzos destacados se han hecho en el pasado por mejorar el funcionamiento del mercado de valores, pero en mi criterio han adolecido de un problema: han concentrado su atención en el lado de la oferta. Se ha buscado más emisores, capacitar a los puestos de bolsa, conferencias y charlas para el medio, pero poco énfasis, para mi gusto, en la problemática de la demanda. Esto es, del lado de los inversionistas. Cómo hacer para que éstos comprendan la noción de riesgo y la apliquen en sus decisiones, cómo convencerlos de la urgencia de diversificar sus portafolios y cómo educarlos para exijan estándares altos de servicio.
Conforme a lo anterior, la prueba de la Tía Edna se convertirá en una especie de "espíritu" que dará vida a las guías de autorización de la Superintendencia.