Como mínimo, la quiebra de Detroit marca el cierre simbólico de una época en que la industria pesada dominaba la economía y, mediante sus fábricas, Estados Unidos dominaba el mundo. Pensamos en nuestros tiempos como en un período de cambios desgarradores, pero no llegan a la altura de las turbulentas transformaciones de fines del siglo XIX y comienzos del XX. En esas agitadas décadas, el país pasó de ser una sociedad rural de granjeros y pequeñas empresas a una nación urbana de empresas masivas y ciudades abigarradas de gente.
En 1870, tres cuartos de la población era rural; para 1910, esa cifra era casi la mitad. En 1870, no había ciudades de más de un millón de habitantes y solo dos con más de 500.000. Para 1910, había tres ciudades con más de un millón de habitantes y cinco entre 500.000 y un millón. El impulso a la industrialización catapultó a Chicago, Cleveland y Buffalo para convertirse en importantes centros económicos, a medida que aparecieron plantas de acero y fábricas. Detroit surgió más tarde, como centro de fábricas automotrices entre 1900 y 1930. Su población creció de 286.000 a casi 1,6 millones.
La gran ironía de la quiebra de Detroit es que parece sugerir la obsolescencia de las ciudades centrales, cuando está ocurriendo justo lo opuesto. Como señala el economista de Harvard, Edward Glaeser, muchas ciudades han sufrido un renacimiento: Boston, Nueva York, Filadelfia, Seattle, San Francisco y otras. Todas ellas tienen concentraciones de pobreza; pero muchas se han beneficiado al repoblarse con sectores de mayores ingresos y con mercados laborales más fuertes. El alto costo energético, la renuencia a vivir lejos del trabajo, la disminución de la criminalidad y el dinamismo de las ciudades han renovado su atractivo.
En las innumerables autopsias de Detroit, han surgido muchos villanos potenciales: la ineficacia de Coleman Young, alcalde entre 1974 y 1994; la huida de los blancos (entre 1970 y 2008, el sector blanco de la población de la ciudad cayó de un 56 a un 11%); las costosas pensiones de los empleados del estado. Pero en el fondo, la quiebra de Detroit fue resultado de su éxito. Se volvió prisionera de su dependencia de la industria automotriz.
En los años 50 y 60, la mayoría de los norteamericanos dio por sentado el dominio de las Tres Grandes. General Motors, Ford y Chrysler dominaban alrededor de un 90% del mercado automotor. ¿Quién podía desafiarlos? El resultado fue un modelo comercial plausible e interesado: jornales altos, beneficios generosos, seguridad en el trabajo (beneficios de empleo complementarios para cubrir a los trabajadores durante los despidos temporarios). El acuerdo compró la paz laboral entre las empresas y el United Auto Workers (Sindicato de Trabajadores de la Industria Automotriz). Dado su poder en el mercado, los fabricantes de automóviles podían pasar la mayoría de los costos a los consumidores.
Pero lo que en el corto plazo tenía sentido significó un suicidio en el largo plazo para las empresas, los trabajadores, Detroit y Michigan. Debido a los costos elevados, la calidad deficiente y una administración mediocre, las empresas se volvieron vulnerables a la competencia extranjera de las importaciones y de plantas no sindicalizadas. El trabajo se erosionó. Peor aún, el modelo de la industria automotriz moldeó las políticas y el mercado laboral del estado. Para 1978, la paga promedio por hora en Michigan era un 32% superior al promedio nacional. Michigan adquirió una reputación antiempresa.
No son los únicos que sufren una dislocación económica. En 1971, dos agentes inmobiliarios pusieron este tragicómico cartel: “Que la última persona que se vaya de SEATTLE por favor apague la luz”. Los empleados de Boeing cayeron de 100.800 en 1967, a 38.690. A fines de los años 60 y comienzos de los 70, la ciudad de Nueva York perdió más de 300.000 puestos en fábricas, comenzando por la industria del vestido, informa Glaeser. Pero las pérdidas no fueron fatales. La zona de Seattle cuenta ahora con Microsoft, Amazon y Starbucks; Nueva York se ha recuperado, liderada, en parte, por una industria financiera resurgente (ahora, calumniada).
Mientras tanto, “Detroit sofocó la diversidad y la competencia que alientan el crecimiento”, escribe Glaeser. ¿Puede Detroit reinventarse? Está apresada ahora en un círculo vicioso. Los terribles servicios de la ciudad disuaden el crecimiento. La tasa de criminalidad representa cinco veces el promedio nacional.
En 2011, hubo 344 asesinatos en Detroit; solo 74, en Cleveland; 44, en Pittsburgh. Pero la ciudad no puede elevar los impuestos ya altos sin afectar el crecimiento. Reduciendo la deuda y los pagos de las pensiones –aunque se perjudique a los acreedores y los jubilados– se podría romper ese ciclo. Pero no hay una solución fácil. Lo que Detroit nos enseña es que los que niegan el cambio económico a menudo se convierten en sus víctimas.
ROBERT SAMUELSON inició su carrera como periodista de negocios en The Washington Post, en 1969. Además, fue reportero y columnista de prestigiosas revistas como Newsweek y National Journal.