Este cuento chino comienza con la historia de Wing, un aventurero que con 22 años dejó la tierra del dragón para viajar a otro continente, a un país tropical del que nada conocía y en el que hablan un idioma incomprensible.
Wing Ng relata su historia como si lo hubiese hecho 1.300 millones de veces, aunque lo cierto es que, en muy pocas ocasiones, ha abierto el cuaderno de su vida, probablemente porque pocas veces se lo han pedido.
Entre productos Jack’s y galletas Marinela recuerda su vida con nostalgia y satisfacción; al menos eso es lo que interpreto, la verdad, no estoy totalmente seguro de lo que habla. Mi oído no es muy fino, a veces solo le entiendo cuando dice “mae” y “güevon”: sus muletillas.
Han pasado 40 años desde que cambió Cantón por Costa Rica, y todavía no domina el español. Pese a eso se la ha jugado bonito todo este tiempo.
Su negocio se sitúa en la parte delantera de su casa de habitación, en Tibás, y es como cualquier minisúper chino: un poco oscuro, con un portón de verjas blancas en la entrada, un par de afiches con letras chinas, un rótulo que dice: “Hoy no fío, mañana sí. No insista”, y la infaltable señal del canal CCTV4 en un televisor colgante.
Esa televisora transmite todo en chino: novelas, películas, noticieros… A esta hora de la mañana, la versión china de Ignacio Santos analiza el conflicto en la franja de Gaza.
–¿Por qué vino a este país?– le hago la primera pregunta.
–Por libertad, mae. Acá hay mucha libertad. Por la pobreza que vivía allá. Y porque aquí hay siete mujeres por cada hombre; allá es al revés, güevon – contesta el chino, primero serio; luego, risueño.
Estándar
A Wing, todos sus clientes lo saludan cuando llegan a comprar el pan, el periódico o una caja de leche… Ninguno lo llama por su nombre, para ellos, él es simplemente “Chino”, y su negocio no es el abastecedor Adilia, sino el “minisúper chino”.
En este país multiétnico y pluricultural –título oficializado en una reforma constitucional – tenemos la idea de que hay un minisúper chino cada 100 metros y de que todos los chinos que trabajan allí son iguales. Wing podría estar detrás del mostrador del súper de mi barrio, o del suyo, que da lo mismo.
En nuestra ignorancia metemos a los chinos en un saco estándar sellado con prejuicios: tacaños, raros, esclavos... Mas detrás de cada uno de esos rostros sin identidad hay una vida de esfuerzo, desarraigo y adaptación.
En las vísperas del Día de la Cultura China en Costa Rica –que se conmemora el 1° de octubre– nos adentramos al desconocido mundo (en apariencia) de los conocidos minisúper chinos.
Al igual que Wing, todos sus coterráneos tienen un cuento chino que contar: lo tiene Mónica, Alex, Lidia, José, Óscar, Manuel, Tanya. Todos ellos nos abrieron el portón de su negocio para contarnos un poquito de su vida privada. Lo hicieron con palabras cortas y –casi todos – con la condición de no ser fotografiados. A veces chocamos con la muralla del idioma, a veces se mostraron agobiados por tanta preguntadera, y, casi siempre, sonrieron y vacilaron.
La dinámica fue una tautología en cada comercio que visitamos. Entro. Un chino o china con mala cara me recibe desconfiado. Le explico sobre el reportaje. Sigue desconfiado. Hablamos un poco. El chino sonríe, empieza a abrirse. Un cliente se mete en la conversación: “¡Eso, chino!, va a hacerse famoso, ¡qué manera!”. El chino se muere de risa. Otros clientes se unen al vacilón: “Chino, tiene que ponerse guapo pa’ la foto”. El chino termina sonrojado, y contesta las preguntas en tono cordial.
De todos los chinos con los que hablé para este reportaje solo Wing se presentó con su nombre asiático. Esto se debe a que, cuando los chinos llegan a un país hispanohablante, adoptan un nombre en español porque, por lo general, nadie puede pronunciar correctamente el verdadero. En otras ocasiones, los locales ajustan el nombre chino al español, por ejemplo, a los Huang les llaman Juan.
Así lo explica Mei Chi, relacionista pública de la Asociación China de Costa Rica . Ella se iba a llamar originalmente Wei Qui, pero la enfermera que la registró en el hospital escuchó mal cuando los padres de la recién nacida dijeron el nombre de ella.
Abandonar su nombre es uno de los primeros sacrificios que deben hacer los inmigrantes chinos. En su cultura, el nombre es de suma importancia: se escoge por su significado, está vinculado con la historia familiar y desciende de generación en generación como una especie de marca. Por eso, algunos pocos, como Wing, se rehúsan a dejarlo, pese a que para efectos prácticos su nombre es “Chino”.
–¿Le molestan que lo llamen Chino?
–¿Por qué habría de molestarme?, diay mae, si yo soy Chino.
El viaje
Mei Chi nació en Costa Rica. Su madre Lili Man Cheng arribó al país en 1980, escapando de la miseria de su país, todavía agobiado por los efectos de la Revolución Cultural de Mao.
“Muy mal, muy feo, uno no sabe nada: el idioma, la costumbre, la comida. La gente no es como los chinos, es muy diferente”, resume Lili sus primeros años aquí, con un limitado español.
Ella nunca tuvo un minisúper; optó por instalar una pequeña soda junto a su esposo. Con eso salió adelante.
Lili narra que, al igual que ella, la mayoría de chinos en los 70, 80 y 90 vinieron al país huyendo de la pobreza y sin la alternativa de regresar. Una vez que se aterrizaba en Costa Rica no había marcha atrás. Era prosperar o perecer. En esas condiciones llegaron también los primeros chinos en 1873, los cuales desembarcaron en Puntarenas para trabajar en fincas agrícolas y en la obras del ferrocarril. Aquellos fueron engañados, se les dibujó un destino lleno de fortuna, y, al llegar acá, se les trató como esclavos.
Ahora, por el contrario, los inmigrantes chinos vienen con un capital financiero ahorrado y menos necesidades. Las cosas han mejorado en la potencia asiática, pero la sobrepoblación vuelve todo muy competitivo por allá, por lo que la emigración continúa.
Pese a que no hay un dato oficial, la Asociación calcula que en Costa Rica hay 60.000 chinos , el 80% proviene de Cantón. Se dice que es la segunda minoría más grande del país. Entre los “chino-ticos” hay médicos, ingenieros, abogados y hasta un astronauta que construye un motor para viajar a Marte. Muchos de estos profesionales son de segunda generación, hijos de dueños de comercios, como minisúpers y pulperías.
La filosofía que se práctica, explica Lili, es trabajar mucho para que los hijos tengan un mejor futuro.
“Nosotros vemos a la familia como un país, queremos que el país mejore, el trabajo es una forma de avanzar, de generar oportunidades. Trabajamos 20 horas, siete días por semana, por nuestros hijos”, dice Lili, quien es la presidenta de la Asociación.
Ejemplo de lo anterior es el caso de Wing, cuyas dos hijas prefirieron ir a la universidad en lugar de quedarse en el minisúper. Una estudia Física y la otra Sicología.
“Uno viene de tan largo, no tiene estudio ni título, ¿qué puede hacer?, diay güevón, ser pulpero. Ellas no, ellas tienen más oportunidades”, dice el sujeto de 62 años, flaco –muy flaco– de estatura baja y cabello canoso.
Negocios
También hay casos como el de Mónica, una licenciada en Administración de Empresas que tiene 26 años y se encarga de un minisúper familiar en Montes de Oca.
Ella nació cuando sus papás llevaban un año de haber llegado a Costa Rica.
Mónica se encarga de la caja registradora mientras su suegro chinea a Aarón, nieto de él, hijo de ella. El niño es el más joven de la dinastía: tiene seis meses.
Pese a ser tica y haber vivido acá toda su vida, Mónica encarna más el estereotipo chino que su suegro: no quiere fotos ni que pongamos su apellido ni el nombre del local.
“Los chinos somos personas muy reservadas y conservadoras, no somos como los ticos”, aclara. Ni siquiera me quiere decir su nombre chino: “A mí todo el mundo me dice ‘Chinita’, ya me acostumbré”.
Su suegro prácticamente no habla español. Al principio ni se da cuenta de mi presencia, está muy ocupado abrazando al bebé, haciéndole caritas graciosas, paseándolo, contento, entre los estantes llenos de mercadería. Aarón parece un bebé Gerber de ojos rasgados.
Al rato, Mónica le explica al señor la razón de mi visita. Él, a duras penas, logra hacerse entender solo para manifestarme su malestar por el porcentaje que cobran los bancos a los locales comerciales por recibir tarjetas de crédito.
Mónica quiso formarse académicamente en los negocios, lo que la convierte en una excepción entre los “chinos ticos”, pues la gran mayoría adquiere sus conocimientos de forma empírica.
Hay quienes piensan que esa habilidad por los negocios se lleva en la sangre, pero Fa Mo lo niega.
Él es el presidente de la Cámara de Comercio de Enping. De esa región de Cantón es de donde proviene el 80% de los chinos dedicados a establecimientos comerciales en Costa Rica. La cámara tiene 350 miembros.
Fa Mo es el dueño de varios supermercados y del restaurante La Casa China , ubicada en el barrio josefino Francisco Peralta. Él es una especie de patriarca en la comunidad, tiene la apariencia de ser uno de esos tipos que con un chasquido de dedos consigue lo que quiere. Me concede una entrevista en una mesa adornada con suculentos y verdaderos platillos chinos. No se imagine arroz con faisán o wang tong , el menú lo componen shao mai , you tio y cha shao bao .
Si a Wing le entiendo poco, a Fa le entiendo menos; pero, una traductora nos mete el hombro.
El patriarca explica que los chinos vienen al país y establecen redes de contacto con sus coterráneos que ya tienen montado un minisúper. Ellos les ayudan a contactar proveedores y a hacer que prospere el negocio.
“El minisúper es ideal porque,como el chino no habla español, no tiene que relacionarse mucho con la gente, solo tiene que cobrar. Las cosas (productos para vender) se dan en consignación, se gana plata. El chino trabaja mucho, y, como pasa mucho tiempo trabajando, no gasta en diversión, eso significa mucho ahorro y que el negocio prospere”, dice, mientras le pide más platillos al mesero. La mesa está repleta.
“Los ticos dicen que el chino es tacaño, pero no. El chino gana ¢1.000 y ahorra ¢1.000; el tico gana ¢1.000 y gasta ¢1.200”.
Otro aspecto que distancia a ticos y a chinos es su relación con el trabajo. Para los chinos, trabajar largas jornadas es algo usual y hasta normal. “El tico entra a las nueve, desayuna, toma café, almuerza, toma café, y se va a las cuatro. No trabajó nada. El chino trabaja todos los días”, dice, y destaca que cuando empezó sus negocios, nunca tomó vacaciones.
Wing aplica esta receta: su jornada se inicia a las 7:30 a. m. y finaliza casi a las 9 p. m., pero destaca que en muchos casos los chinos trabajan duro por una cuestión de necesidad y no por razones culturales. “El que viene tiene que trabajar duro, güevón, pagar las oportunidades que le han dado”.
Ese trabajo en exceso levanta la sospecha sobre una posible explotación laboral. Incluso hay quienes presumen que hay chinos víctimas del crimen de trata de personas, que llegan a Costa Rica obligados a realizar un trabajo de extenuantes jornadas por un determinado tiempo hasta saldar la deuda de quien les facilitó el dinero para emprender el viaje.
Tanto Wing como Fa Mo niegan que eso ocurra. Explican que el inmigrante recién llegado debe pagar su deuda como cualquier persona, por lo que quien lo ayudó a venir, generalmente un familiar, le brinda trabajo, hasta que este pueda levantar un negocio propio.
En Costa Rica, solo hay registro de una denuncia que ha llegado a los tribunales por explotación laboral de una persona china en un local comercial; sin embargo, el tema preocupa a las autoridades. Tanto el Organismo de Investigación Judicial como la Dirección de Migración alegan que la población china es sumamente vulnerable a ser víctima de trata, y no descartan que Costa Rica sea destino o lugar de tránsito de chinos que han caído en la trampa de redes criminales que pretenden explotarlos (Ver recuadro).
Integración
Si bien es cierto que hay chinos que son herméticos y se relacionan casi exclusivamente con personas de su misma cultura, hay muchos que se han dejado permear por la idiosincrasia tica, como el caso de Qikun Wu, conocida en el occidente como Tanya. El nombre lo eligió tras verlo en una telenovela.
“Quería conocer el mundo”, contesta cuando le pregunto por qué dejó China.
Ella, junto a su esposo, tiene un legítimo minisúper chino (la versión original de estos), en el que ofrece una gran variedad de productos de su país: té, confites, esencias... El local se ubica en el barrio chino de San José.
Tanya tiene 43 años y llegó al país hace 12. Acá conoció a su marido y ya tiene tres hijos, todos alumnos del Colegio Metodista. Ella estudió español en la Universidad de Costa Rica.
El aspecto de Tanya es jovial, aparenta ser 15 años más joven. Aunque reconoce que en los primeros años en Costa Rica debió trabajar muy duro, ahora se toma tiempo para estar con sus hijos, llevarlos a pasear y viajar a la playa.
En Costa Rica, ella se siente como en casa; dice que los ticos son “pura vida”. Su única queja es que no le gusta que le llamen china. “Es una cuestión de educación, si usted ve a un nicaragüense no le dice nica”.
A este cuento chino le quedan solo 124 palabras y para cerrarlo viajamos de regreso al abastecedor Adilia. Wing tiene que preparar el desayuno, deja a su esposa encargada del local y nos permite acompañarlo a la cocina de su casa. Prepara una especie de taco chino. Allí sigue hablando, narrando su historia y, de cuando en cuando, me suelta un consejo: “De los 25 a los 40 años tienes que esforzarte mucho, mae, si a los 40 no has hecho nada, ya no hiciste nada, güevón”, me alecciona mientras pica tomate.
– ¿Cómo cree que los ticos vemos a los chinos?– le lanzo mi última pregunta.
– Los ticos no saben nada de los chinos.
Ya lo decía Confucio : “La ignorancia es la noche de la mente, pero una noche sin luna y sin estrellas”.