Produce gran entusiasmo pensar en cómo la neurociencia, la ciencia del cerebro, va a ayudar a la humanidad a revisar sus procesos de enseñanza-aprendizaje.
Se puede soñar cómo, a partir de dosis menores de enseñanza formal que las que reciben ahora, los aprendientes podrán construir mucho de lo que necesitan saber para ser productivos miembros de comunidades más felices.
Los instrumentos de enseñanza ya no serían la pizarra y el banco de clase, donde se pasan horas y horas. Quizá menos horas de clase permitirían realizar otras actividades deportivas, artísticas o comunales que aumenten las conexiones sinápticas útiles para facilitar el aprendizaje de competencias duras y blandas.
Encoge un poco el entusiasmo escuchar de la importancia de la ciencia del cerebro para el mercadeo. Entonces, imaginamos el impacto manipulativo aumentado que la publicidad podría llegar a tener en las personas.
Recordamos las historias de cómo la publicidad subliminal puede hacer que, después de ver en la tele su novela favorita sin anuncios, el televidente salga ansioso a buscar en su refrigeradora un refresco que le “anunciaron”.
Esto, que hasta el momento se ha hecho sin contar con los conocimientos sobre arquitectura y fisiología cerebrales, podría alcanzar niveles que comprometieran más aún la libertad.
Una pregunta interesante es quiénes utilizarán primero los conocimientos de la neurociencia: ¿las autoridades y practicantes de la educación, o los mercadólogos? Como billetera mata galán, puedo entrever la respuesta.
Aquí es donde la verdadera política entra en el escenario. Un tema como este ya debería estar ocupando el tiempo de los políticos. En primer lugar, por la urgencia de conectar toda la actividad educativa a los nuevos desarrollos científicos; y, luego, para saber cómo blindar a la población, con el fin de que no se convierta en masa inerme ante los esfuerzos de intereses egoístas.
A no ser, claro está, que algunos políticos miren la neurociencia como herramienta para sofisticar su consabida cadena de señalar lo que está mal, ofrecer cómo mejorarlo, no saber cómo hacerlo, explicar por qué no se mejoró y volver a señalar lo que está mal; todo, sin que nada cambie.