Mucha agua ha corrido desde diciembre de 2018, cuando fue aprobada la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, reforma que contiene los cambios impositivos y en el gasto que dieron forma, luego de años de irresponsables evasivas, bloqueos e infructuosas negociaciones políticas, al urgente ajuste en los presupuestos gubernamentales.
Más allá de la natural erosión que el paso del tiempo provoca sobre la efectividad de las medidas de ingreso y gasto adoptadas, el proceso de consolidación fiscal enfrenta, al menos, tres retos fundamentales que requieren, de manera urgente, que se revise y replantee ―con realismo y seriedad― su hoja de ruta: el impacto del shock pandémico, los cambios en el entorno económico y financiero global y la ausencia de una verdadera discusión acerca de la naturaleza y el rol que se desea cumpla el Estado en la sociedad y que derive en una propuesta honesta de reforma institucional y de frugalidad presupuestaria.
Por una parte, cuando el ajuste fue diseñado ―en sus dimensiones de aumento de la carga impositiva y de contención presupuestaria― no se preveía, evidentemente, el impacto sobre el nivel de endeudamiento gubernamental que implicó el shock pandémico: entre 2020 y 2021, la deuda gubernamental aumentó en más de ocho puntos porcentuales del producto interno bruto (PIB).
En esos años, el saldo de la deuda del Gobierno Central aumento, en términos absolutos, en más de ¢4 billones y en poco más de $790 millones, lo que evidentemente le agregó dificultad y mayor duración a la tarea de hacer sostenibles, nuevamente, la política fiscal y los presupuestos.
La respuesta ante el reto de un ajuste de mayor calado fue, básicamente, asegurar acceso a financiación externa en condiciones más favorables mediante un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI), que por cierto está por acabar, y apostar por la contención en los presupuestos que prometía la regla fiscal aprobada en 2018, que empezó a aplicarse en 2020, y que ahora, con un mayor nivel de endeudamiento gubernamental resultaba, incluso, aún más restrictiva.
Las condiciones políticas en ese momento impidieron siquiera la discusión de reformas adicionales en materia impositiva, con el fin de acelerar el proceso de consolidación de las finanzas gubernamentales e introducir reformas más estructurales a un sistema de tributación fragmentado y obsoleto.
El otro reto, en especial, en la etapa en la que se encuentra el proceso de ajuste hoy es el evitar continuar repitiendo los errores del pasado a la hora de contener y reducir los presupuestos gubernamentales.
Cuando se aprueba la regla fiscal lo esperable era que, una limitación al crecimiento de los presupuestos condujese a una más cuidadosa tarea de diseño de los planes de gasto procurando cumplir la ley, sin dejar de satisfacer las demandas legítimas de las ciudadanías y, sobre todo, sin deteriorar la efectividad de las intervenciones gubernamentales en ámbitos urgentes como educación, equidad, medio ambiente, seguridad e infraestructura.
Además, esta restricción legal, se esperaba, crearía incentivos para cambios que aseguraran mayor efectividad y eficacia en el gasto gubernamental lo que, sin duda, pasa por reformas institucionales y en las intervenciones públicas.
Triste, pero, sobre todo, preocupantemente se recortaron, de nuevo como en el pasado, de manera irreflexiva e irresponsable los presupuestos; disminuyendo gastos esenciales para el bienestar social y el desarrollo económico, evadiendo entrar en conflicto con grupos de interés que capturan esos presupuestos e instituyendo prácticas inapropiadas como la de presupuestos incompletos y desfinanciados.
Justo cuando más se necesitaban los recursos y, sobre todo, el saber emplearlos con eficacia y responsabilidad, se optó por la salida fácil del recorte simplista.
La jarana detrás de estas pírricas victorias presupuestarias no tardará mucho en saltar a la cara y hará cada vez mayor el costo político y la deuda social que implica el tomar este camino.
Sobra decir, que una reforma institucional construida sobre la base del estrangular presupuestariamente instituciones o programas conducirá al peor de los mundos: desarticulará intervenciones gubernamentales clave y alimentará la insatisfacción, la indignación y la desafección de las ciudadanías.
El desafío más reciente viene ahora del cambio en las condiciones macroeconómicas y financieras globales. Familias, empresas y, por supuesto, gobiernos con altos niveles de deuda ―como es el caso de Costa Rica― empiezan a padecer los efectos de lo que parece será un período largo con tipos de interés elevados y el retorno a un mundo ―¿más normal?― con tasas reales de interés reales más altas.
¿Las consecuencias? Mayor gasto por concepto de pago de intereses conducirá a déficit mayores y a un deterioro en la dinámica de la deuda gubernamentales, es decir, mayor tiempo o esfuerzo serán requeridos para que la razón deuda-producto se aleje de los altos niveles en que se encuentra hoy.
Ante estas realidades el ajuste en las finanzas gubernamentales debe replantearse de manera urgente, pues en su diseño actual es insostenible desde lo político y económico.
En el contexto actual, al descansar casi que de manera exclusiva en la regla fiscal la reducción de los niveles de endeudamiento tomará demasiado tiempo haciendo menos viable políticamente el ajuste.
Además, la torpeza y el descuido con el que ha sido aplicada, desde 2020, la regla fiscal añade presiones sociales y políticas importantes, pues pretendiendo reducir la deuda gubernamental se ha aumentado la deuda de gobernabilidad justamente en el momento en que más se requería rescatar y revalorizar el papel de las políticas públicas y de lo público en las percepciones de las ciudadanías.