Cada año por estas fechas y durante ya varias décadas, el Programa Estado de la Nación entrega al país las conclusiones de sus investigaciones sobre las diferentes dimensiones del desarrollo humano costarricense.
Llegados a este mismo punto, una y otra vez, realmente es difícil no perder la esperanza acerca del mañana y no saber que es más descorazonador y frustrante: ¿si el que las brechas se ensanchen con el paso del tiempo ante la apatía de ciudadanías y gobernantes o el que hagamos muy poco por construir mecanismos para, primero, evitar que las personas caigan en el abismo que se abre ante nuestros ojos y, segundo, construir políticas públicas e instituciones que cierren esas brechas, que construyan puentes justos y transitables para que todos tengamos las mismas oportunidades de elegir, en verdadera libertad, entre futuros seguros, dignos y con bienestar?
El diagnóstico parece estar más que claro. Por una parte, el sistema económico es incapaz —sin reformas y sin el acompañamiento de políticas públicas en muchos otros ámbitos— de generar oportunidades suficientes y equitativas para la población.
Como nación, hemos sido relativamente exitosos en mitigar, mediante políticas de focalización, el deterioro de las condiciones de vida de los más vulnerables, pero tremendamente omisos en crear los espacios de igualdad de oportunidades para que las mayorías tengan la oportunidad de vincularse a los mercados de trabajo o a los sistemas productivos en condiciones que les permitan mejorar sus condiciones de vida.
Las omisiones o los errores han sido múltiples. Por una parte, las políticas sociales y de desarrollo humano —agobiadas por los problemas presupuestarios, atrapadas por intereses y, no pocas veces, desorientadas por visiones de mundo de quienes ejercen el poder desde los privilegios— se concentraron en procurar al menos unas condiciones de vida dignas para los más pobres entre los pobres, pero olvidaron construir los andamiajes necesarios para que las generaciones actuales y, especialmente, las futuras tuvieran un acceso equitativo a las oportunidades y, sobre todo la posibilidad de elegir de entre muchos futuros posibles aquellos que les garantizaran una vida digna y plena.
Pero además fallaron las políticas económicas y de desarrollo productivo, que en medio de la desesperación por generar balances externos positivos y recuperar los equilibrios macroeconómicos —algo fundamental, no nos confundamos, pero no suficiente para alcanzar el desarrollo humano— y, de nuevo, mirando el mundo a través de cristales entintados por creencias como la del trickle down, apostaron todo a la apertura o la liberalización comercial y poco o nada hicieron para inyectar modernidad y eficiencia a los mercados locales y a la economía tradicional, ¿cómo si fuese posible —más allá de las utopías de algunos de los devaluados “liberalismos” modernos— pensar en que el desarrollo de un país pasa por convertirlo en una zona libre de impuestos o hacer que toda la población hable un idioma extranjero?
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Mientras esto sucedía, y veíamos cómo se escurría entre nuestras manos el capital colectivo y político acumulado a partir de los esfuerzos realizados desde la década de los treinta del S. XX. por construir un contrato social más justo y, sobre todo, generador de una esperanza en las ciudadanías de que su esfuerzo, además de ser recompensado en lo inmediato, se realizaba en un contexto en que había oportunidades amplias para disfrutar de futuros mejores, otras crisis relacionadas asomaban sus temibles rostros: el cambio climático y la erosión de los valores y de la convivencia democráticos.
Y hemos, de nuevo, respondido mal como sociedad a estos retos y peligros primero ignorándolos o minimizándolos, anteponiendo resultados económicos e intereses particulares y fallando crasamente en comprender la magnitud y la complejidad de los problemas que tenemos entre manos y que la única forma de resolverlos y enfrentarlos requiere de acciones colectivas a través de políticas públicas bien diseñadas.
Resolver estas brechas y restituir la confianza en un futuro mejor en las ciudadanías requiere mucho más que liderazgos que buscan lucrar —por vanidades o por un apetito desmedido de poder— electoralmente del clamor y la indignación de las ciudadanías ante décadas de desmoronamiento de nuestro contrato social.
Esos liderazgos tóxicos e interesados, pero también los postureos de los progresismos vacíos, la falta de creatividad de los centros concentrados en ganar elecciones para luego administrar en lugar de gobernar y las promesas de mundos libérrimos —para las empresas o para algunos, claro está— de las derechas son todos espejismos que nos confunden y que deben ser evitados.
Se requiere para enfrentar los retos del futuro construir instituciones fuertes y sólidas, que tengan un horizonte mayor al de un periodo presidencial y aseguren esfuerzos sostenidos y bien direccionados en las políticas públicas con el fin de abordar, de manera integral, los problemas del crecimiento económico, el desarrollo climáticamente resiliente, inclusivo y equitativo, la acción climática y, sobre todo, la construcción de una convivencia democrática vibrante que promueva el respeto, el diálogo y, particularmente, la construcción de acuerdos firmes y duraderos sobre las que diseñemos intervenciones gubernamentales que construyan futuros viables, sostenibles y sobre todo posibles para todos.