La discusión en torno a la autorización legislativa para la emisión de deuda gubernamental en los mercados internacionales ha tomado más tiempo que el esperado, no porque los legisladores y el Ejecutivo se hubieran enfrascado en un sesudo análisis sobre los pro y contras – económicos y políticos – de permitir que la nueva administración pueda acceder a un monto considerable de financiación externa – US$6.000 millones entre 2023 y 2026 mediante colocaciones de instrumentos de deuda en los mercados de capitales internacionales – sino más bien porque la polarización y el enfrentamiento que caracterizan, tristemente cada vez con mayor intensidad nuestra política, convirtieron este asunto en un todo o nada y una manifestación de fuerza que, para algunas de las partes en esta disputa, justifica emplear argumentos, en el mejor de los casos, débiles o parciales y, en el peor, generalidades vacías.
En primer lugar, todo lo que concierne a los presupuestos gubernamentales y a su financiación es, en el buen sentido del término, político. Los presupuestos reflejan – o deberían reflejar – las prioridades de gasto del Ejecutivo en función de las políticas públicas que pretende impulsar, mientras que la financiación determina la forma de allegar los recursos para ejecutar esos planes y programas y pasa, evidentemente, por definir qué proporción de esos gastos se financian con ingresos tributarios y que parte con deuda y, con qué tipo de financiación.
Sin embargo, como todo en la vida, cuando el acceso al endeudamiento se encuentra asegurado o resulta excesivo se crean, parafraseando a Arnold Harberger (una idea expresada, casualmente, por este economista en la década de los 90 en un seminario para analizar la crisis de deuda y las reformas que siguieron a dicho shock realizado en Costa Rica), espacios para “parquear” los desequilibrios macroeconómicos en lugar de enfrentarlos y corregirlos.
En otras palabras, la disponibilidad de financiación y, particularmente, el no tener que rendir cuentas políticas a la hora de solicitarla junto a la autorización presupuestaria, puede convertirse en un mecanismo que debilite la frugalidad gubernamental y permita, al gobierno de turno, evitar incómodas e impopulares decisiones de ajuste.
Estos riesgos se exacerban en el caso de una nueva administración que aún no ha terminado de perfilar con precisión cuáles son sus objetivos presupuestarios prioritarios y los ajustes necesarios al proceso iniciado en 2018 – que le corresponderá continuar y culminar – en medio de retos políticos enormes derivados del diseño, por ejemplo, de un ajuste basado principalmente en el control del gasto más que en el repensar la carga impositiva.
Por otro lado, aunque el acceso a endeudamiento externo puede reducir las presiones sobre los tipos de interés locales asociadas con la necesidad de satisfacer los requerimientos netos de financiación gubernamentales (básicamente el déficit financiero de cada periodo) la efectividad para alcanzar dicho objetivo depende de las condiciones macroeconómicas domésticas y mundiales y, como si no fuera suficiente, además debe tenerse en mente que pueden generarse otros tipos de efectos sobre la economía, no necesariamente favorables.
Por ejemplo, en el caso en que las presiones alcistas en las tasas de interés locales se originen en crecientes déficits y, por tanto, en requerimientos netos de financiación gubernamental en aumento, recurrir a deuda externa alivia esa presión, sin duda.
No obstante, cuando la fuente de la presión al alza en los costos de financiamiento son mayores expectativas inflacionarias o de depreciación y políticas monetarias restrictivas – locales e internacionales – orientadas a contenerlas y, al mismo tiempo, el déficit presupuestario tiende a reducirse en el tiempo, la capacidad del endeudamiento externo de evitar las presiones alcistas en los tipos de interés es limitada. Sobra decir, que justamente es, en este último escenario, en el que se encuentra el país hoy.
El segundo tema que debe considerarse es el de los efectos colaterales de la financiación externa, en especial, cuando ésta es excesiva y, además, no se consideran los efectos potenciales sobre los mercados de deuda locales de emplear recursos externos para enfrentar vencimientos de deuda que, aunque denominada en dólares, fue emitida y es mantenida por inversionistas locales.
El plan de endeudamiento externo – préstamos de apoyo presupuestario y emisiones en los mercados internacionales – contenido en el acuerdo con el FMI y que aspira a materializar el Ejecutivo incluye una corriente de recursos externos de una magnitud tan significativa como para que, en un escenario en que el déficit gubernamental mantenga una trayectoria decreciente, más de la totalidad de los requerimientos de financiación neta gubernamentales sean satisfechos con recursos externos.
¿Cuál es la implicación de esto? Posiblemente una tendencia a la apreciación nominal y real de la moneda local que afectaría la rentabilidad y competitividad relativas no sólo de las actividades de exportación, sino que, además, de las actividades productivas locales que compiten con bienes y servicios importados.
En dicho trance, posiblemente la autoridad monetaria procuraría moderar la apreciación real del colón – pues se trata no de un factor real lo que la promueve, sino simplemente una condición financiera: endeudamiento externo versus local para cubrir el déficit presupuestario – y a la vez fortalecer el nivel de reservas monetarias internacionales, en especial luego de la reducción observada durante 2020 y 2021 como resultado de fuertes e inesperados shocks externos.
Pero al acumular divisas, el banco central aumenta la cantidad de colones en circulación lo que puede poner en riesgo sus objetivos inflacionarios y lo obligaría a absorber esos excesos monetarios mediante instrumentos que añade un elemento que impediría una baja significativa de los tipos de interés en moneda local.
Al final del día, este escenario de tasas de interés en colones con resistencia a la baja y presiones para la apreciación nominal del colón (estabilidad en el tipo de cambio) terminarían configurando un escenario en donde el crédito tendería a dolarizarse, justamente una vulnerabilidad contra la que la autoridad monetaria emprendió, muchos años atrás, una cruzada intensa.
Por último, un tecnicismo final, la mayor parte de las amortizaciones en moneda extranjera de los próximos cuatro años no corresponde a emisiones externas sino a deuda emitida localmente y mantenida por inversionistas locales.
Refinanciarlas mediante nuevas emisiones internas no debería ser particularmente complicado – menos en un escenario de mejora en los resultados fiscales – y a un costo que sería muy similar obtener ese financiamiento en el mercado externo. La alternativa realmente menos costosa de financiarse en moneda extranjera es, en todo caso, los créditos de apoyo presupuestarios y no la emisión en los mercados locales o internacionales.
Si aun así se insistiera en enfrentar esos vencimientos emitiendo deuda en los mercados foráneos la pregunta relevante es: ¿qué harían esos inversionistas con dichos recursos? Lo más probable es que algunos de ellos se trasladen a depósitos bancarios en US$ que financiarían la expansión de crédito en esa moneda que se señaló antes, otros insatisfechos con la oferta de instrumentos locales en moneda extranjera decidan trasladar esos recursos a inversiones al exterior (lo cual reduciría las reservas monetarias internacionales) y, probablemente unos pocos – los menos – decidan invertir en instrumentos en moneda local lo que profundizaría las presiones para la apreciación del colón al incrementar la oferta de divisas en el mercado cambiario local.
Es claro, que las frases vacías y los análisis fáciles y sobre simplificadores no parecieran ser apropiados en este caso. Este es un tema complejo que requiere una discusión política menos polarizada y con más apoyo sobre los efectos económicos y financieros que puede implicar.