Es innegable que las finanzas gubernamentales han mejorado significativamente en los últimos dos años, pero ¿es el momento de bajar la guardia en materia presupuestaria?
Luego de estar casi al borde del incumplimiento por una crisis de financiación en 2018 y de enfrentar los efectos adversos sobre los presupuestos e ingresos públicos que significó el shock pandémico, en 2021 y 2022, el proceso de ajuste emprendido en diciembre de 2018 –con la aprobación de la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas– mostró ser exitoso y condujo a una reducción notable en el déficit presupuestario y permitió alcanzar el anhelado superávit primario necesario para que, con el paso del tiempo, se reduzca la carga de una elevada deuda gubernamental.
Los buenos resultados recientes han llevado a algunas voces a declarar victoria sobre el espectro de la insostenibilidad fiscal. Algunos, como el caso de bancos de inversión internacionales, motivados por la posibilidad de obtener beneficios derivados del comportamiento de los precios de la deuda costarricense en los mercados internacionales y otros, en especial, los grupos políticos y de interés locales, buscando espacios para evadir los efectos del ajuste o recuperar control sobre los presupuestos gubernamentales.
Pero un repaso desapasionado y, especialmente, desinteresado de la situación de las finanzas gubernamentales llama, más bien, a ser muy cautos ante las vulnerabilidades de un proceso de ajuste inconcluso, las debilidades asociadas con una deuda pública elevada y costosa y, sobre todo, los riesgos políticos asociados con la captura de los presupuestos y los escasísimos espacios para realizar más ajustes significativos en materia impositiva o de gasto.
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Por una parte, el proceso de ajuste está en marcha y lejos aún de poder atracar en un puerto seguro. Los buenos resultados de los últimos años han estado asociados, principalmente, con el aumento en los ingresos gubernamentales producto del componente impositivo de la reforma de 2018 y la recuperación del gasto interno posterior al shock pandémico.
En 2022, ambos factores –que explican la elevada tasa de crecimiento de los ingresos del gobierno central en los últimos 24 meses– alcanzaron su plenitud, pero hacia adelante el escenario luce más retador debido a la desaceleración del gasto interno producto de la alta inflación y de la política monetaria restrictiva necesaria para conjurarla y a la maduración y natural erosión que el paso del tiempo provoca sobre los rendimientos de la reforma impositiva.
La otra pieza del rompecabezas es el ajuste en el gasto gubernamental para lo cual es crucial la disciplina que ha impuesto la regla fiscal, también componente de la reforma de 2018.
La regla que limita el crecimiento del gasto corriente –y, en casos extremos, total– aportó una cuarta parte del ajuste en los dos años previos, pero conforme pase el tiempo su importancia relativa irá en aumento.
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Y es justo acá, en donde empiezan a observarse preocupantes señales. Por una parte, la regla fiscal se encuentra bajo ataque desde todos los flancos posibles. Diferentes grupos de interés pugnan por reformarla, en muchos casos con el fin de recuperar espacios presupuestarios ilegítimos.
Y hasta el mismo Poder Ejecutivo ha planteado una reforma que la debilitaría retrasando el proceso de consolidación fiscal. Propuesta de modificación, por cierto, que no ha sido del agrado de la misión del Fondo Monetario Internacional (FMI) y que, a pesar de ello, el gobierno ha decidido seguir impulsando –con los riesgos que esto podría implicar para el acuerdo vigente con el organismo financiero internacional y consecuentemente para el acceso a financiación externa multilateral de apoyo presupuestario– priorizando el abrir espacios de gasto vinculados con su agenda política.
Otra muestra de inconsecuencia en relación con la disciplina de gasto es el lento y dudoso avance en la implementación de la Ley Marco de Empleo Público.
La extraña redacción del reglamento de la ley que parece perpetuar el salario escolar en el nuevo esquema y las aún desconocidas columnas salariales que aplicarán para los funcionarios fiscales desde el mes de marzo ponen en duda la efectividad de esta importante reforma no sólo en términos de mejorar la gestión del recurso humano a nivel del sector público sino, sobre todo, su aporte al control y racionalización del gasto gubernamental.
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Al igual que en el caso de las reformas irreflexivas a la regla fiscal, una mala implementación –o mejor dicho su captura por parte de grupos de interés– de la Ley Marco de Empleo Público significa un golpe para el proceso de ajuste en el gasto gubernamental y, potencialmente, un incumplimiento de la condicionalidad estructural del acuerdo pactado con el FMI.
La otra vulnerabilidad significativa para las finanzas gubernamentales y el proceso de consolidación fiscal es el elevado nivel de la deuda y el costo de la financiación gubernamental.
En ambos aspectos también debe tenerse cautela, pues para lograr una reducción significativa y sostenible en el nivel de endeudamiento son necesarios varios años más de superávits primarios considerables.
Debe tenerse el cuidado de no ser atrapado por el espejismo de sostenibilidad que generan los periodos de alta inflación y, sobre todo, de apreciación significativa de la moneda local, pues reducen de manera significativa, en el corto plazo, los niveles de deuda en el marco de las métricas más usuales, pero no implican una mejora real en la sostenibilidad de la política fiscal.
Al mismo tiempo, altos requerimientos de financiación –sea por déficit elevados o por la magnitud de las amortizaciones– generan una presión significativa sobre los presupuestos y la sostenibilidad de la deuda, en especial, cuando las tasas de interés son elevadas y, lamentablemente, seguirán siéndolo hacia adelante debido a la normalización de las condiciones financieras mundiales, a pesar de la mejora en los balances fiscales de corto plazo.
Por esta razón, altos niveles de deuda y un entorno mundial y local de tasas de interés reales más altas –a pesar de la reducción de los déficits y del acceso desmedido a la financiación externa– claman por asegurar superávits primarios elevados y sostenidos por más tiempo más que por engañosas tácticas financieras que abren espacios de gasto espurios que perpetúan en el tiempo desequilibrios que a la postre terminan siendo insostenibles.
Y, por último, pero para nada menos importantes, están las realidades de la política costarricense, que implica riesgos significativos para el proceso de ajuste y la meta de alcanzar finanzas gubernamentales sanas y sostenibles que permitan apoyar otras políticas públicas clave y no, como en las últimas décadas, ser un escollo adicional en su implementación.
Lograr iniciar el ajuste implicó casi una década de negociaciones infructuosas por vetos de facto entre grupos de interés que impedían alcanzar acuerdos.
El que los grupos de interés comprendieran que el ajuste era necesario implicó casi llevar a la nación al borde de una crisis presupuestaria de consecuencias impensables.
Hoy, con apenas una parte del ajuste en las finanzas gubernamentales realizado y con la sensación de estar lejos del precipicio fiscal –en el que casi se precipitó el país en 2018, por más de una década de procrastinación e irresponsabilidades políticas– los grupos de presión nuevamente se articulan en función de sus intereses y recuperan poder y protagonismo, en el contexto de un gobierno populista que requiere de mayores espacios presupuestarios para alimentar la aprobación en encuestas y urnas, poniendo en serio peligro lo que tanto costó obtener en el pasado.
Sin duda, no es el momento para un triunfalismo miope y, sobre todo, interesado en materia presupuestaria. Los espacios de sostenibilidad fiscal son aún limitados y vulnerables, es necesario asegurar que el ajuste continúe y que no se debilite, en especial, por intereses que se resisten ante la posibilidad de perder el control sobre los presupuestos que capturaron en el pasado.