La más reciente investigación del Estado de la Nación sobre el sistema educativo ha sacudido, de nuevo, a una opinión pública propensa, por lo general; a la modorra y evadir aquellos tópicos que generen conflicto o que le enfrenten con esa visión mítica e idílica que se construye desde una autocomplacencia ingenua y, por ello, paralizante.
De nuevo ―y, afortunadamente, pese a la arremetida, hoy desde el poder, de la incompetencia y la polarización manipuladora― estas investigaciones confrontan y golpean a la cara a la sociedad costarricense al colocarla ante un espejo con reflejos perturbadores y terriblemente inquietantes: pues, como en esas imágenes que se replican una y otra vez hasta el infinito en superficies paralelas, no sólo se está contemplando un hoy preocupante, sino que, sobre todo, futuros desoladores y llenos de desesperanza.
La mala educación no va sólo de un sistema público que es incapaz de cumplir la promesa de entregar a los jóvenes un conjunto de conocimientos, sino que implica la terrible imagen de una sociedad que evade la responsabilidad de dotar a las ciudadanías de herramientas para la vida y para la convivencia democrática.
Es, además, un fracaso desde una perspectiva de equidad, pues implica también un fallo mayúsculo en el que constituye, sin lugar a duda, el espacio de política pública que más contribuye a la promesa de igualdad de oportunidades sobre la que se construyó el andamiaje ético de las democracias liberales.
Los niños y jóvenes de hoy sin los recursos materiales para tener acceso a una mejor educación no sólo tienen problemas para comprender un texto simple o para resolver problemas lógico-matemáticos, sino que sobre todo no están siendo preparados para poder aprovechar las oportunidades que les permitan alcanzar mayores niveles de bienestar para ellos, sus hijos y nietos; y mucho menos para desarrollar las habilidades que les permitan comprender la complejidad de la convivencia democrática y, para vivirla en un marco de respeto y sobre todo de construcción de un conjunto de futuros conectados en lo colectivo y lo comunitario.
De esta forma, se les condena no sólo a futuros menos prometedores desde la perspectiva material, sino que, además, se les hace más propensos a ser atrapados por los cantos de sirena de los liderazgos populistas y por los discursos de odio y polarizadores, tan frecuentes en los libretos políticos actuales.
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Desgraciadamente no hay mucho espacio para el optimismo. Al punto al que se ha llegado hoy en materia educativa en el país es el resultado de seguir una ruta trazada a partir de silencios cómplices, vacíos y decisiones desafortunadas, que además no parece que, bajo los liderazgos actuales y ante la poca capacidad de acordar como sociedad grandes transformaciones, pueda modificarse.
Es el resultado de intereses que han capturado las políticas y los presupuestos públicos en educación durante décadas y evitado, con el fin de proteger sus parcelas de poder, las transformaciones curriculares y en las prácticas de provisión de los contenidos, los cambios en las asignaciones presupuestarias y la urgente evaluación de desempeño en el sistema público.
También es el producto de un ajuste presupuestario irreflexivo y miope; que, de nuevo como no pocas veces en el pasado, cortó el hilo por lo más delgado y, para evitar colisionar con los intereses particulares, cómodamente redujo el gasto social y el destinado a procurar igualdad de oportunidades.
Y como si todos los problemas anteriores no fuesen suficientes, la incapacidad para articular respuestas efectivas y basadas en acuerdos amplios y democráticos a la crisis actual es consecuencia de una dinámica política que, entre liderazgos con rasgos de personalidad patológicos y el fatuo interés de alcanzar el poder por el poder mismo, privilegia la polarización, la confrontación y el desprecio por la verdad y que tiene, junto a otros temas cruciales como la equidad, los derechos humanos y el cambio climático, a las políticas educativas en el centro de vacías disputas tribales.
Ante esta desoladora imagen parecen quedar muy pocos caminos más que el que las ciudadanías levanten, con firmeza, su voz y exijan que la promesa realizada sea cumplida y que las instituciones y los acuerdos colectivos de larga data se hagan valer, a pesar de la incompetencia y los intereses manipuladores de quienes ostentan el poder hoy.