No corren buenos tiempos para la democracia. Promesas incumplidas a las ciudadanías que alimentan la indignación, la sensación de abandono y el cabreo han conducido al ascenso de liderazgos autocráticos que, sin ningún empacho, emplean la posverdad y la polarización para alcanzar el poder mediante las urnas y, una vez con él en el bolsillo, se empeñan en destruir las instituciones y la convivencia social bajo el pretexto de transformar y devolver el poder a las personas.
Pero en realidad no es más que una pose efectista que refleja desde los rasgos de una personalidad desequilibrada hasta descarnados y espurios intereses económicos y políticos de grupos que pretenden imponerse sobre los otros.
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Parte de los problemas que se experimentan hoy son el resultado de entender de manera estrecha el concepto de democracia; conformándose, de esta forma, con los aspectos más formales y superficiales de esta forma de gobierno y estructura de pesos y contrapesos.
Usualmente, cuando se piensa en democracia lo primero que viene a la mente es el concepto de libertad en su forma más abstracta y vinculada a elecciones libres, libertades individuales y, por supuesto, libertad de comercio y empresa.
Claramente esta forma estrecha de pensar la democracia es insuficiente y no pasa de ser una utopía muchas veces alimentada desde posiciones de privilegio. No puede hablarse de libertad sin, como el lema de la Revolución Francesa, acudir inmediatamente a la igualdad y, por supuesto a la fraternidad.
No se puede ser libre si no se cuenta con la capacidad de ejercer la libertad y eso supone, para la gran mayoría de las personas la necesidad de acciones colectivas que promuevan la igualdad, de nuevo no en abstracto, sino la posibilidad real de acceder en condiciones de equidad a las oportunidades.
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Y esto, por supuesto, pasa por la necesidad de políticas públicas que redistribuyan el ingreso y las oportunidades y que construyan capacidades en las ciudadanías para que cada persona pueda ejercer realmente su libertad.
La sensación de abandono y desprotección que alimenta la indignación que explotan los discursos políticos basados en el miedo y la revancha son el producto de décadas de abandono de las políticas públicas que crean esos espacios de equidad e igualdad de oportunidades debido a problemas presupuestarios y creencias, casi religiosas y dogmáticas, en que basta con crecer.
Pero además es necesario pensar en clave colectiva, es fundamental la fraternidad. Entender la democracia como clanes que usan la regla de la mayoría expresada en las urnas como método para dirimir las disputas por el poder e imponerse sobre otros es un craso error.
Los problemas que enfrentan las sociedades democráticas modernas no pueden entenderse ni mucho menos resolverse si no se piensa en clave de cooperación para alcanzar objetivos de naturaleza colectiva, es decir, que implican distribuir costos y beneficios entre diferentes grupos que va mucho más allá de los intereses particulares de cada uno de ellos.
Esta realidad compleja —de problemas como el cambio climático, la búsqueda de sociedades más justas e incluyentes y el extender todos los derechos y las libertades para todas las personas— no puede gestionarse con discursos de división y polarización basados en una percepción maniquea y de suma cero de las relaciones sociales.
Democracia, en síntesis, para que funcione requiere de libertades sí, pero de libertades que sean posibles para todos y todas gracias a espacios de equidad y de oportunidad y, además, de una ética de convivencia que suponga no mirar al otro como un enemigo a quién destruir o sobre el que imponerse, sino como un compañero de viaje.