Las promesas de cambio seducen con facilidad, al igual que los discursos de fuerza y acción cargados de testosterona, a las ciudadanías indignadas y a las que, abandonadas a su suerte, se sienten sin esperanza y futuro.
Los liderazgos populistas siempre han intuido esto y hoy, con la posibilidad de medir casi en tiempo real lo que piensan y sienten las ciudadanías, saben con más claridad – literalmente – cuáles teclas presionar o los hilos de qué marionetas halar con el fin de obtener las respuestas útiles a sus intereses.
En nuestras democracias modernas – sociedades de masas e información, hipersensibles pero con espacios de atención efímeros – esto parecería tener mucho sentido: para lograr cumplir con los compromisos frente a los electores y conjurar los retos diarios de los complejos problemas que surgirán inevitablemente cada día, es necesario mantenerse “en campaña” permanente, siempre movilizando a la opinión pública y creando espacios de presión, negociación y acuerdo con los diferentes grupos políticos y de interés y con los movimientos sociales.
Pero justamente el problema y el riesgo con los populistas – de cualquier rivera ideológica – es que, en el mejor de los casos, su discurso y acción es una simple pose efectista con el fin de alimentar egos desmedidos y sobrevivir políticamente; mientras que, en el peor, se trata de aviesas e ilegítimas estratagemas pensadas para acumular más poder y promover los intereses cercanos.
En su versión más benigna, el populismo simplón terminará siendo más tiempo perdido en banalidades que alimentará más descontento en la población y activará, de nuevo, el peligroso juego de ruleta rusa en la que se han convertido los procesos electorales. Mientras que, el peor, el populismo autocrático y de compadrazgos destruirá las instituciones y la convivencia democrática en unos pocos años, ante la mirada ingenua de unos y la interesada de otros.
Ante los riesgos de estos discursos y estrategias políticas, los grupos responsables y democráticos no pueden ser tolerantes. No deben dar excesivos compases de espera – esperanzados en que sea cuestión de tiempo que se empiece a gobernar realmente – ni permitir que las ocurrencias, los egos y los prejuicios manipuladores terminen tomando las políticas públicas, desmantelándolas y tornándolas inservibles.
En una sociedad democrática moderna, el controlar temporalmente el Ejecutivo no debería incluir como prerrogativa la capacidad de desmantelar instituciones y políticas públicas – sea por ineptitud o por premeditación – que ha tomado décadas construir cimentadas en acuerdos y conocimientos sólidos, en especial, de aquellas que son imprescindibles para enfrentar los retos del desarrollo económico, social y político incluyente, equitativo, sustentable y resiliente.
El ruido detrás de las pocas nueces es, en el caso de estos liderazgos, un distractor y debe evitarse, a toda costa, caer en esta trampa.