Año con año, al aproximarse diciembre, de manera cansina y repetitiva la opinión pública local reabre el debate acerca del impuesto a la propiedad de vehículos y, en ocasiones simultáneamente, del seguro obligatorio de automóviles que representan la mayor parte de los denominados derechos de circulación o “marchamo” que deben pagar, los propietarios de los vehículos antes de que finalice cada año.
Los cambios en los valores fiscales de los automotores —la base del cálculo del tributo que grava su propiedad— y, en el caso, del seguro obligatorio los ajustes a las primas de acuerdo con la siniestralidad son fuente, año con año, de disputas y conflictos que resuenan fuertemente en los medios de comunicación y, en esta sociedad de masas, en las redes sociales.
Como si esto no fuera poco, el estado lamentable de la infraestructura vial —en el imaginario popular el impuesto incluido en el “marchamo” es un cobro por el uso de dicha infraestructura y, por lo tanto, debería emplearse en mejorarla o, por lo menos, mantenerla— y, las restricciones al uso de vehículos automotores adoptadas durante la pandemia para reducir la movilidad y con ello proteger la vida de las personas terminaron de alimentar la duda, la indignación y el cabreo de cierta parte de la población en torno a este tributo.
Obviamente, es éste el cóctel perfecto de descontento e indignación para que diversos actores políticos busquen, de manera irresponsable, llevar agua a sus molinos electorales. De esta forma, desde el 2021, han surgido diversas iniciativas legislativas que pretenden reducir el impuesto a la propiedad de vehículos bajo el pretexto de aliviar los bolsillos de las familias.
Este año, de manera temprana para evitar que el uso de los plazos legales impida que las reducciones aprobadas entren en vigor (en 2021, el Ejecutivo de turno empleó esta estrategia para evitar el resello de su veto a una ley que reducía el impuesto) una importante mayoría legislativa pretende lograr la aprobación de una ley que reduce de manera significativa el pago de este impuesto para todos los automotores, sin importar su valor.
Esta propuesta, tal y como está planteada es un despropósito y no puede más que calificarse de oportunismo populista.
Por una parte, aunque se trata de un impuesto relativamente menor desde la perspectiva de los ingresos gubernamentales —alrededor de 3% de la recaudación impositiva total, es decir, el equivalente a 0,4% del PIB— reducirlo implicaría un mal precedente en el sentido de debilitar, por más malabares que realicen sus impulsores usando alegres expectativas de recaudación futura (hay que tener sumo cuidado pues los últimos tres años pueden ser una mala base para extrapolar el crecimiento de la recaudación, y compararlo con las proyecciones presupuestarias, pues se combinan el rebote post pandémico, la entrada en vigor de la reforma de 2018 y un periodo de alta inflación), una ya de por sí baja carga impositiva para las demandas que la sociedad costarricense hace sobre los presupuestos gubernamentales y, por lo tanto, aumentar el déficit financiero y conducir a un menor superávit primario, lo que implica —en ausencia de una sustitución realista y efectiva de estos ingresos— retrasar el proceso de consolidación fiscal.
Abre, sobra decir, una peligrosa caja de Pandora en el sentido de qué podría detener otras iniciativas legislativas que pretendan erosionar la base impositiva aún más, en un contexto en que la presión política es también enorme sobre la principal ancla del ajuste en los presupuestos públicos: la regla fiscal.
Además, hay una debilidad en el argumento acerca del impacto en crecimiento económico de corto plazo asociado con esta rebaja impositiva: si el impacto es bajo desde la perspectiva del presupuesto gubernamental, pues con más razón lo será desde el punto de vista del gasto privado. Es decir, el pretendido efecto multiplicador de la rebaja tributaria —esto sin considerar que una posible reducción en el gasto gubernamental la podría contrarrestar— será, de manera agregada, muy bajo.
La reforma es además un despropósito en términos redistributivos pues implica que las empresas y los hogares de mayor ingreso recibirían una proporción mayor de los beneficios de la pretendida rebaja impositiva.
Debe recordarse, que este impuesto es sobre la propiedad de vehículos y cobrado sobre su valor tratando de aproximar los niveles de riqueza de los contribuyentes pues —esto debería ser obvio, a menos que los lentes entintados por los privilegios impidan observarlo— entre mayor nivel de riqueza o ingreso lo más probable es que las personas o familias posean más automotores y que éstos sean de mayor valor.
Unas pocas cifras al respecto: de acuerdo con la más reciente Encuesta Nacional de Hogares (2022) sólo alrededor del 41% de las viviendas cuenta con un automóvil (no de trabajo); mientras que la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (2018) da cuenta que, en el caso del 20% de los hogares más pobres, sólo el 24% cuenta con vehículo de uso exclusivo, en contraste con el quintil más rico en donde dicho porcentaje se sube a 79%.
De esta forma, reducir el monto del impuesto de manera proporcional al valor de los automotores sin considerar estas diferencias a lo que conduciría es una desmejora en la distribución del ingreso, pues la rebaja impositiva estaría siendo capturada, de manera desproporcionada, por los hogares más ricos y, además, por las empresas.
Este impacto distributivo puede, además, verse magnificado por la forma lamentable en que, de nuevo como varias veces en el pasado, se ha llevado adelante el ajuste presupuestario: recortando de manera irreflexiva gasto social (para los hogares más pobres estas transferencias o servicios representan una porción significativa de sus ingresos imputados).
De esta forma, un ajuste mal entendido que privilegia la frugalidad sobre las partidas presupuestarias que se dirigen a las familias más vulnerables y el gasto en promover igualdad de oportunidades y una rebaja tributaria oportunista desde la perspectiva política terminarán desmejorando aún más la distribución del ingreso, justo lo contrario que se esperaría, en una sociedad democrática, del gasto y la imposición.
Si esta propuesta avanza, la responsabilidad presupuestaria y política además del sentido de justicia y equidad deberían, cuando menos garantizar, que la menor carga impositiva de los propietarios de vehículos es compensada a través de otros tributos y, en el camino, no se deteriora el efecto distributivo positivo que, debería ser una aspiración colectiva, tengan los presupuestos públicos.