La convivencia democrática en Costa Rica atraviesa lo que, sin duda, es su momento más crítico y retador.
Luego de varias décadas de indudable y significativo progreso en todos los ámbitos –en lo económico, en lo social, en equidad y oportunidades y, sobre todo, en la extensión de derechos para las ciudadanías– se empezó, poco a poco, a perder el impulso transformador y, aún más preocupante, se entró en un peligroso ciclo de procrastinación; justo cuando eran necesarios –e incluso urgentes– ajustes a lo construido en el pasado y, particularmente, cuando los complejísimos retos del presente y, sobre todo del futuro, requerían de más acción, especialmente, la que se basa en sólidos y amplios acuerdos sobre cómo deben distribuirse los beneficios, pero especialmente, los costos de los cambios.
De esta forma el paralizante cóctel que constituye un chauvinista “dormirse en los laureles”, la deshumanización y destrucción de los espacios colectivos que implicó la salida neoliberal a la crisis de los 80 y, especialmente, la acción de poderosos intereses que capturaron las políticas, los presupuestos y las instituciones públicas detuvieron no sólo el proceso de consolidación y ampliación del estado de bienestar, sino que empezaron a debilitarlo, al tornar imposibles las reformas para darle sostenibilidad y procurar que fueran adecuadamente satisfechas las demandas legítimas de las ciudadanías.
Con el paso del tiempo, la procrastinación de las élites ante la evidente necesidad de acciones urgentes fue minando la confianza de las ciudadanías en las instituciones, en las políticas públicas, en la promesa colectiva construida en torno a las certezas que brinda un estado de bienestar y, finalmente, en el sistema democrático.
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La expectativa de mejores futuros –individuales y colectivos–sobre la que se construía la convivencia democrática en el pasado fue poco a poco desdibujándose y sustituyéndose por la desconfianza, la indignación y finalmente el cabreo. La esperanza de cambio poco a poco fue desvaneciéndose y fue sustituida por el deseo de venganza y destrucción.
Sobre esas emociones es imposible construir democracia, porque tan compleja tarea requiere, principalmente, confianza y, entender –pese a lo profundas que puedan ser las diferencias–que todos los futuros, para ser viables, deberán incluir a todos, incluidos los otros.
Se permitió que transcurrieran años, lustros y décadas sin enfrentar la realidad, simplemente evitando los costos del ajuste. Las élites se conformaron con administrar y abandonaron la tarea de gobernar.
¿Qué más podía salir mal? Pues que la calidad de los liderazgos y de las élites continuó deteriorándose más y más y, como si esto no fuera suficiente su ethos democrático fue desvaneciéndose.
Con velocidad vertiginosa, se pasó de grupos que para proteger sus feudos utilizaban los procesos electorales y las instituciones con cada vez menor pudor, a personalidades y proyectos autoritarios que, aprovechando el cabreo de las ciudadanías, dividen y polarizan, destruyen los espacios comunes y prometen como una cura milagrosa a los problemas, el desmontar los pesos y contrapesos, concentrar el poder, anular el disenso y, por lo tanto, destruir los espacios democráticos.
Estos cantos de sirena son difíciles de combatir. Qué se le puede decir a las ciudadanías si su indignación y enojo son justificados. Cómo restaurar la confianza después de tantas decepciones. Urge que los movimientos realmente democráticos articulen una respuesta efectiva y, sobre todo empática que enfrente un proyecto a todas luces peligroso.