El desmontar la protección sobre la producción de arroz en el país tiene –si se hace correctamente– el potencial de generar una mejora en el bienestar de los hogares, en especial, de los más vulnerables. Dos son los principales problemas que suelen surgir cuando se usan esquemas arancelarios para proteger la producción local de algún bien: las distorsiones en la asignación de los recursos y la transparencia; y bondad de la transferencia de ingresos y rentas que significan dichas acciones.
Por tanto, las preguntas claves por hacer al evaluar tales decisiones y las diferentes opciones de política pública que pueden adoptarse con el fin, legítimo, de apoyar actividades productivas serían: ¿los costos en términos de eficiencia de las intervenciones son compensados o no por los beneficios, es decir, no existen mecanismos menos onerosos para alcanzar el mismo objetivo? Y, ¿la redistribución de ingresos y rentas que el esquema significa –por ejemplo, de consumidores a productores en el caso de aranceles o de contribuyentes a productores en el caso de subsidios directos en los presupuestos gubernamentales– es transparente desde la perspectiva política y puede justificarse en términos de equidad y justicia?
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En el caso del arroz, el esquema vigente es, sin duda, perverso pues transfiere una cantidad sustancial de rentas de los consumidores –especialmente los de menor ingreso que consumen proporcionalmente a su ingreso más alimentos– hacia los productores e industrializadores del grano, sin reparar, en si los perceptores de los apoyos productivos realmente los requieren o si no existen mecanismos más eficientes y justos para ayudar a los que legítimamente los necesitan.
En ese sentido, la denominada “Ruta del Arroz” –nombre dado por el Ejecutivo a las reformas que ha emprendido al esquema vigente de protección– debe asegurar, al menos, dos cosas: que los productores que lo requieran contarán con apoyos –subsidios, asistencia técnica y eventualmente reconversión en clave estratégica y prospectiva, pensando no sólo en beneficios de corto plazo sino en oportunidades en agricultura moderna y regenerativa, es decir, haciendo un mucho mejor uso de los bienes y recursos naturales– bien diseñados y dirigidos; y que los consumidores verán los precios descender y restituido el ingreso que antes “cedían” a los productores.
En el primer caso, la clave será el rol de las instituciones del sector agropecuario identificando los productores vulnerables, proveyendo y canalizando la asistencia y determinando, asignando y presupuestando las transferencias monetarias correspondientes.
Emplear esquemas como los utilizados a través del Consejo Nacional de la Producción (CNP) y las compras públicas de alimentos sería perpetuar un error y negar la posibilidad de transparentar –política y presupuestariamente– la asistencia a este sector considerado como vulnerable.
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De igual manera, la Corporación Arrocera Nacional (Conarroz) no puede seguir cumpliendo sólo un rol de grupo de interés, deberá– aprovechando que su fuente de financiación aún sigue intacta –reformular su papel en la dirección de apoyar a los productores del cereal, en especial, los más vulnerables, en la tarea de ser más productivos y prepararse para aprovechar oportunidades estratégicas.
Tristemente, el marco institucional de las políticas de apoyo productivo en el caso del mercado local es débil y desarticulado y, por lo tanto, son pocas las esperanzas de que se pueda hacer algo sustantivo en este ámbito, más allá de una transferencia presupuestaria.
Ojalá la ruta propuesta por el Ejecutivo sea capaz de impulsar y ejecutar los cambios institucionales sustantivos que se requieren, pero de nuevo en el discurso oficial la vehemencia con que se exponen ciertos temas parece estar ausente a la hora de plantear este componente de la reforma.
Pero, para que realmente la propuesta gubernamental conduzca a que los hogares se beneficien y no termine todo en una simple e igualmente cuestionable transferencia de rentas –ya no a los productores e industriales locales, sino a los comercializadores e importadores– la clave es la baja en los precios al consumidor.
Y esto requiere asegurar competencia suficiente en el mercado, con el fin de que lo que antes constituida el arancel o las rentas de los productores e industrializadores, no se traduzcan, simplemente en ganancias oligopólicas para los importadores.
Para que la Ruta del Arroz no sea simplemente un espejismo, será clave andar lo necesario para que los mercados sean competitivos y eso podría incluso requerir medidas no ortodoxas como, por ejemplo, fijar márgenes de comercialización temporalmente mientras otras medidas estructurales dan frutos o se crean espacios para mayor concurrencia en las etapas de comercialización de este producto de consumo masivo y, de esta forma, asegurarse que los precios, en especial, de lo que consumen los hogares más pobres y vulnerables realmente se ajustan a la baja.