El Ejecutivo que lidera el presidente Rodrigo Chaves atraviesa por un momento crítico que anticipa complejas aguas políticas.
Con el paso del tiempo, la ausencia de logros concretos ―en especial, relacionados con las promesas con las que alimentó las expectativas de sus seguidores más viscerales y también de las ciudadanías más confiadas― y una retórica de confrontación cargada de fuegos de artificio, prejuicios y, por supuesto, medias verdades; amenaza, en el escenario más benigno, en tornar irrelevante a esta administración incluso antes de alcanzar la mitad de su periodo constitucional.
En un inicio, el estilo de comunicación del presidente no sólo le permitió ganar con holgura el balotaje en abril de 2022, sino que le facilitó disfrutar de una particularmente duradera e inesperada “luna de miel”, durante la cual no sólo se combinaron elevados niveles de aprobación en las encuestas sino que la expectativa ―e incluso, la colaboración― de diversos grupos políticos y de presión que se aproximaron al Ejecutivo esperando obtener tanto réditos electorales como, sobre todo, el apoyo e impulso a iniciativas afines con sus intereses.
Es esta la historia de los primeros meses: una derecha política criolla atraída por la popularidad del mandatario y por una aparente agenda conservadora y cercana al empresariado y los mercados ―¿quizás con más precisión se debería hablar de una política pro negocios específicos más cercana al capitalismo de compadrazgos que a una política verdadera de desarrollo productivo o de liberalización?― y los sectores empresariales que veían en la retórica de la nueva administración la oportunidad de impulsar sus agendas específicas.
Sin embargo, con el paso del tiempo el mismo Ejecutivo se encargó de mostrar plenamente su desnudez y, además, revelarse como un socio poco efectivo y mucho menos confiable, lo que condujo a que, lo que antes era un entusiasta grupo de seguidores y socios potenciales, empezara a articularse en una oposición política mucho más vocal, incisiva y dispuesta a la confrontación.
Una tras otra, las iniciativas propuestas por la nueva administración ―y, particularmente, sobre las que su discurso efectista y artificioso había contribuido a crear expectativas enormes en las ciudadanías y en los grupos de interés― fueron fallando o quedándose cortas en sus efectos; ya sea por errores en su diseño, su desprecio por la realidad y la técnica o porque no consideraban los marcos institucionales o jurídicos vigentes o simplemente se desplomaban lastradas por el peso de la impericia e inexperiencia de quienes tomaban las decisiones.
Como si no entregar resultados a sus seguidores y socios políticos no fuera un problema ya de por sí mayúsculo, el Ejecutivo se encargó de mostrar, además, que su discurso de polarización y enfrentamiento no era sólo una puesta en escena para captar la atención de los descontentos, de los indignados y de los, en buen español, cabreados con el status quo, sino que era un rasgo de su personalidad política, capaz incluso de llevarlo a traspasar las más elementales líneas rojas de la institucionalidad.
La consecuencia: una baja tolerancia a la frustración y altísima prepotencia ―ambas desventajas del tamaño de una catedral en la política actual ―llevaron al presidente a encargarse de dinamitar irreflexivamente los espacios de negociación y, convertirse, de esta forma, no sólo en un socio político ineficaz al no entregar resultados, sino en uno en el que resulta imposible confiar.
El futuro no pinta nada bien. Sin un mea culpa sincero que conduzca a un golpe de timón en la conducción política ―algo que, por cierto, parece ser improbable― el Ejecutivo arriesga el terminar cayendo en la irrelevancia muy temprano, apenas iniciando la segunda mitad de su periodo gubernamental y en un escenario político caracterizado por la ausencia de comunicación y, por supuesto, de negociación con los grupos de oposición, algo necesario para impulsar cualquier agenda de reformas a las políticas públicas.
Si además, el Ejecutivo decide conformarse con procurar mantener índices de aprobación en las encuestas de opinión pública ―que, aunque decrecientes, sigue siendo altos― a partir de gastar en estrategias ―sobra decir, dudosamente éticas― de desinformación y polarización, los tiempos que se avecinan lucen aciagos para la convivencia democrática: deterioro acentuado de las políticas públicas y de las intervenciones gubernamentales, incapacidad gubernamental y de los mecanismos de representación política para responder a las demandas legitimas de las ciudadanías y todo esto, en un escenario de crispación y polarización políticas exacerbadas.
Más leña al fuego de una confrontación irreflexiva y destructiva y, por supuesto, más balas en el revólver con el que, como sociedad, solemos de un tiempo a esta parte, jugar a la ruleta rusa cada cuatro años en las elecciones presidenciales y legislativas.