¡Santos siete millones, Batman! La Ley de atención asequible de la salud, también conocida como Obamacare, se ha recuperado de un caótico inicio. Cuando se aproximaba la fecha límite del 31 de marzo para la cobertura en el 2014, se produjo una oleada en las solicitudes presentadas en las “bolsas” –los mercados especiales de seguros que la ley estableció–. Y se ha superado la meta original de siete millones de inscripciones, que ampliamente se había descartado por considerarla inalcanzable.
No obstante, ¿qué significa esto? Depende de si uno pregunta a los que se oponen a la ley o a los que la apoyan. Los oponentes piensan que tiene mucha importancia, mientras que quienes la apoyan son muy cautelosos al respecto. Y, en este caso en particular, los enemigos de la reforma en salud tienen razón. Se trata en verdad de un asunto de grandes dimensiones.
Por supuesto, uno no encuentra muchos oponentes a Obamacare que admitan de buenas a primeras que 7,1 millones –y contando– de inscripciones significan una gigantesca victoria para la reforma. Pero la reacción de ellos ante los resultados –¡Se trata de un fraude! ¡Están maquillando las cifras!– lo dice todo. El pensamiento conservador y la estrategia política republicanos se basan enteramente en la idea de que siempre será el octubre anterior, que el desarrollo de Obamacare sería una incesante historia de desastres. No tienen idea respecto a qué hacer ahora que se está convirtiendo en una historia de éxitos.
Entonces, ¿cuál es la razón para que muchos de los que apoyan la reforma se muestren reservados y nos digan que no veamos demasiado en las cifras? En lo técnico tienen razón. El número preciso de inscripciones no importa mucho para el funcionamiento de la ley, y puede que todavía haya muchos problemas pese a la oleada de marzo. Pero argumentaría que están viendo los árboles y no el bosque.
Lo crucial a comprender respecto a la Ley de atención asequible de la salud es que se trata de una estrategia al estilo de Rube Goldberg: una forma complicada de hacer algo inherentemente sencillo. El mayor riesgo de la reforma ha sido siempre que el plan se vaya a pique debido a su complejidad. Y ahora sabemos que esto no sucederá.
Hay que recordar que el dar seguro de salud a todo el mundo no tiene que ser difícil: se puede hacer sencillamente con un programa administrado por el gobierno. No solamente muchos otros países desarrollados tienen seguro de salud suministrado por el gobierno, de “un solo pagador”, sino que Estados Unidos mismo tiene un programa de esa naturaleza –Medicare– para los adultos mayores. Si hubiera sido políticamente factible ampliar Medicare hubiera sido sencillo desde el punto de vista técnico.
Sin embargo, no era posible en lo político por un par de razones. Una era el poder de la industria de los seguros, que no se podía dejar por fuera si se deseaba la reforma en salud en esta década. Otra era el hecho de que los 170 millones de estadounidenses que reciben seguro de salud por medio de sus patronos generalmente están satisfechos con la cobertura que tienen y cualquier plan que la reemplace con algo nuevo y desconocido era algo que no tenía posibilidad de éxito.
Por ese motivo, la reforma en salud se tenía que administrar, en gran medida, por medio de aseguradoras privadas y tenía que ser un agregado al sistema existente, en vez de un reemplazo completo. Y, como resultado, tenía que tener cierto grado de complejidad.
Ahora bien, no se debe exagerar la complejidad. Unos pocos minutos bastan para explicar lo básico de la reforma. Y tiene que ser complicada como lo es. Hay una razón por la que los republicanos tienen que seguir incumpliendo su promesa de proponer una alternativa a la Ley de atención asequible de la salud: todos los elementos principales de Obamacare, incluyendo los subsidios y el tan atacado mandato personal, son esenciales si uno quiere dar cobertura a quienes no están asegurados.
No obstante, la administración Obama creó un sistema en el que la gente no recibe sencillamente una carta del gobierno federal que dice: “Felicitaciones, ahora ya está cubierto”. En vez de eso, la gente tiene que conectarse en línea o hacer una llamada telefónica para escoger entre un número de opciones, en las que el costo del seguro depende de un cálculo que incluye subsidios variados, y así por el estilo. Es un sistema en el que muchas cosas pueden salir mal; el panorama de pesadilla siempre ha sido que los conservadores aprovecharan los problemas técnicos para desacreditar la reforma en salud como un todo. Y el otoño pasado esa pesadilla parecía volverse realidad.
Empero, la pesadilla ya pasó. Desde hace mucho tiempo ha estado claro, para cualquiera dispuesto a estudiar el asunto, que la estructura general de Obamacare tiene sentido dadas las limitaciones políticas. Ahora sabemos que los detalles técnicos también se pueden manejar. Esto va a funcionar.
Y, sí, también se trata de una gran victoria política para los demócratas. Pueden señalar un sistema que ya provee ayuda vital a millones de estadounidenses y los republicanos –que esperaban toparse con una debacle– no tienen nada que ofrecer como respuesta. Y enfatizo nada. Hasta ahora, ninguna de las historias de horror de Obamacare destacadas en los anuncios que atacaban el programa se ha materializado.
Por eso mi consejo a los que apoyan la reforma es que sigan adelante y celebren. Ah, sí, y que se sientan en libertad de poner en ridículo a los derechistas que confiadamente predecían lo peor.
Claramente, queda mucho trabajo por delante, y podemos dar por descontado que los medios informativos van a resaltar cada complicación y problema como si se tratara de un problema existencial. Pero Rube Goldberg ha sobrevivido y la reforma en salud ha ganado.
Traducción de Gerardo Chaves para La Nación
Paul Krugman es profesor de Economía y Asuntos Internacionales en la Universidad de Princeton y Premio Nobel de Economía del 2008.