
En este Día del Trabajo, los trabajadores estadounidenses enfrentan un mercado favorable para el empleador. El empleador es el que domina y, dado el actual lánguido ritmo de contrataciones, esa ventaja probablemente perdure. Lo que se cierne, como mucho, es un lento descenso de un desempleo alto (7,4% en julio) y un periodo prolongado de jornales estancados o de lento crecimiento. Desde el 2007, no ha habido incremento en los jornales promedio, ajustados por la inflación, ni en la remuneración total, incluyendo beneficios, señala el Economic Policy Institute (EPI).
El débil mercado laboral presenta una semipermanencia diferente a todo lo que hemos visto desde la Segunda Guerra Mundial y los efectos sobre la opinión pública se extienden más allá de los desempleados. “Las expectativas de los individuos realmente han caído en cuanto a lo que pueden esperar para sí mismos o para sus hijos,” expresa Lawrence Mishel, economista del EPI. Existe la sensación “de que la economía ya no produce buenos puestos de trabajo”. La posible pérdida de trabajo es más amenazante porque es más difícil encontrar un trabajo nuevo. Paul Taylor, del Pew Research Center dice: “Se valora más la seguridad que el dinero, porque es muy frágil”.
Lo que está ocurriendo es la disolución final del acuerdo laboral posterior a la Segunda Guerra Mundial, con sus promesas de puestos de carrera y algo cercano al “pleno empleo”. El fin de esas expectativas aumenta el estrés y la incertidumbre.
En el siglo pasado, tuvimos tres regímenes laborales. El primero, a principios de 1900, presentaba “mercados laborales sin restricciones”, tal como los describe el historiador economista Price Fishback, de la Universidad de Arizona. La competencia establecía los jornales y las condiciones laborales. No había un seguro de desempleo federal ni protección sindical. Se despedía a los trabajadores si estos ofendían a sus jefes o si la economía se desplomaba; se iban, si pensaban que podían tener un trabajo mejor. El recambio era frecuente. En 1913, menos de un tercio de los obreros de fábricas habían estado en sus puestos por más de cinco años.
Después de la Segunda Guerra Mundial, las relaciones laborales se volvieron más reguladas y administradas –el segundo régimen–. La Ley Wagner de 1935 dio a los trabajadores el derecho a organizarse; las decisiones de la Junta Nacional de Trabajo de Guerra también favorecieron a los sindicatos. Para 1945, los sindicatos representaban a alrededor de un tercio de los trabajadores privados, mientras que en 1929 representaban a un 10%. El seguro médico, las pensiones y las protecciones laborales proliferaron. Los obreros que quedaban cesantes durante las recesiones podían esperar que se los reintegrara cuando la economía se recuperaba. La seguridad laboral mejoró. Para 1973, la mitad de los obreros de manufactura habían estado en el mismo puesto por más de cinco años.
Para evitar la sindicalización y retener obreros especializados, las empresas sin sindicatos emularon esas prácticas. La carrera a menudo era la norma. Si uno iba a trabajar a IBM a los 25 años, podía esperar jubilarse de IBM a los 65. Los beneficios se expandieron. Las corporaciones de Estados Unidos, con o sin sindicatos, crearon un estado de bienestar social privado.
Pero en ciertos aspectos, las garantías fueron demasiado costosas y rígidas. Comenzaron a desintegrarse con la recesión 1981-82 (desempleo mensual: 10,8%). A medida que el tiempo pasó, las empresas enfrentaron una creciente competición que provino de las importaciones y las nuevas tecnologías. La presión de Wall Street para producir más ganancias aumentó. En algunas industrias, la mano de obra se volvió no competitiva. Los trabajos de carrera poco a poco desaparecieron como norma; los gerentes despidieron trabajadores para reducir costos. Los sindicatos proporcionaron menores protecciones. En 2012 representaron solo al 6,6% de los trabajadores privados. Los antiguos sectores organizados (aceros, autos) se achicaron. Sectores nuevos, desde la alta tecnología a la comida rápida, no han sido fáciles de organizar.
Viene el tercer régimen laboral: una confusa mezcla de lo viejo y lo nuevo. La red de seguridad privada se está destruyendo, aunque la red de seguridad pública (seguro de desempleo, Seguro Social, programas antipobreza, leyes contra la discriminación) sigue en pie. Fishback sugiere que podríamos estar volviendo a “mercados laborales sin restricciones” con mayor inestabilidad personal, inseguridad –y responsabilidad–. A menudo se habla de los trabajadores como “agentes libres”. Un artículo del Harvard Business Review sostiene que el empleo de toda una vida en una empresa ha muerto y propone el siguiente acuerdo: Que las empresas inviertan en las aptitudes de sus trabajadores para hacerlos más empleables cuando se tengan que ir; que los trabajadores correspondan dedicando las nuevas aptitudes a mejorar la rentabilidad.
“En el nuevo acuerdo la cuestión no es ser bondadoso”, dice el artículo. “Se basa en el entendimiento de que una empresa es su talento, de que los que no rinden serán despedidos y que la manera de atraer talento es ofrecer oportunidades atractivas”.
Los trabajadores no pueden ser muy quisquillosos, porque su poder se ha erosionado. Otro indicador: Tras años de estabilidad, la porción de ingresos de todos los trabajadores no agrícolas –en jornales y beneficios– bajó, informa el Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca. Pero la caída aún mayor en otros países avanzados, aunque durante un período más largo, sugiere presiones sobre los trabajadores en todo el mundo, que podrían ser: la globalización; las nuevas tecnologías, que ahorran mano de obra; las economías más lentas. Los trabajadores están en mejor situación cuando el crecimiento es fuerte y la abundancia de puestos de trabajo eleva el jornal real. En el Día del Trabajo del 2013, esa perspectiva no está a la vista.
ROBERT SAMUELSON inició su carrera como periodista de negocios en The Washington Post, en 1969. Además, fue reportero y columnista de prestigiosas revistas como Newsweek y National Journal.