Lviv. “Militares rusos, váyanse a la m... Los ciudadanos de Lviv”. Es el cartel de “bienvenida” que uno encuentra al ingresar a Lviv, ciudad ucraniana famosa por su deliciosa arquitectura austro-húngara, iglesias de cúpulas doradas, callecitas empedradas, cuyo centro histórico fue declarado patrimonio mundial de la Unesco, que también se prepara a resistir el avance cada vez más cruento de las fuerzas rusas.
Desde que comenzó la guerra, hace 14 días, esta ciudad de casi un millón de habitantes, al margen de volverse la sede de varias embajadas extranjeras que se fueron de Kiev, se convirtió en la “capital de los refugiados”. Es por aquí que han pasado 1.200.000 personas, la mayoría mujeres y niños, que han logrado cruzar a la vecina Polonia, a solo a 70 kilómetros.
Y es por aquí que siguen pasando a diario centenares de almas en pena que van hacia la frontera. Queda patente en Medyka, localidad en el límite polaco-ucraniano a la que logro llegar después de siete horas de auto de Varsovia. Aunque hay autopista y se trata de recorrer tan sólo unos 360 kilómetros desde la capital de Polonia, hace falta mucho tiempo, porque el tránsito es intenso.
Como ocurre cuando uno se acerca al escenario de una catástrofe, de una hecatombe, por el camino se ven decenas de jeeps y ambulancias de la Cruz Roja, vehículos militares, policías, camiones que vienen de Estonia, Alemania, República Checa y otros países de la Unión Europea -cargados de ayuda- y decenas de omnibuses vacíos que van hasta la frontera a buscar a las grandes víctimas de la guerra comenzada hace 14 días.
Los cientos de miles de refugiados que siguen llegando a los diversos puntos de cruce de Polonia, país de la Unión Europea (UE) que comparte 500 kilómetros con la vecina Ucrania. Y que también vive con gran inquietud esta guerra a pocos pasos de casa.
Los carteles de Lviv #Ucrania: “Soldado ruso, detente, no mates a un alma por los oligarcas de Putin. Andate sin sangre en las manos” #UkraineUnderAttack pic.twitter.com/cqmkYOOtwC
— Elisabetta Piqué (@bettapique) March 9, 2022
“En Polonia por supuesto hay una inmensa ola de solidaridad con los vecinos ucranianos, pero también mucha alarma. ¿Qué pasa si Polonia, como se dijo, le manda a Ucrania los 28 aviones caza MiG de fabricación soviética de su flota, porque ese tipo de aviones los pilotos ucranianos los conocen y los saben usar, enviándolos antes a la base estadounidense de la OTAN de Ramstein, Alemania?”, se pregunta Piotr, amigo polaco que me lleva hasta la frontera.
“El loco de Putin se vuelve aún más loco y empieza a bombardear también Polonia, donde los rusos nunca fueron muy queridos”, agrega, irónico, al recordar que Varsovia fue arrasada al final de la Segunda Guerra Mundial no solo por los alemanes, sino también por las tropas de Stalin.
Este cartel en cambio dice: “soldados rusos, váyanse a la mierda” #Lviv #UkraineRussiaConflict pic.twitter.com/qgg1e7L26S
— Elisabetta Piqué (@bettapique) March 9, 2022
Nevisca en Przemysl, la última ciudad polaca antes del cruce de Medyka, donde se levantan varios campos de refugiados. Al llegar a la frontera, la postal es la de otra escena de Segunda Guerra Mundial. Familias enteras, sin hombres -ellos deben quedarse a luchar y no pueden salir de Ucrania- con mujeres, ancianos y niños, abrigados con gorros y camperas, empujando valijas y bolsos, que avanzan hacia ómnibus, con rostros cansados, desencajados.
Gracias a Dios, la movilización internacional para ayudar a estos cientos de miles de personas, cada uno con una historia, un pasado, un futuro que quedó en suspenso, es enorme. Hay una babel de ONG y demás organizaciones humanitarias que los espera en carpas, containers, quinchos levantados a la buena de Dios. Hace frío y se huele el olor de una parrilla portátil de alguien que está asando una salchichas para ofrecer a los desplazados.
Dan té caliente, sándwiches, tortas y, en medio del barro, llama la atención la cantidad de bolsas de plástico y cajas repletas de ropa enviada dese todas Europa para los desesperados. Algunos husmean entre los bolsos para ver si hay algo que sirve. Las caras de los recién llegados a suelo polaco después de días de colas, reflejan cansancio, espanto, desasosiego.
Solo los chicos, a quienes decenas de voluntarios con chalecos fosforescentes reciben con alguna golosina y una caricia, y que probablemente aun no entendieron qué está pasando, ostentan una mirada distinta. También se ven muchas mascotas, asustadas, algunas cubiertas con mantas, otras en sus cuchas portátiles.
Hay algunas casas de cambio abiertas y militares polacos uniformados que, pese al escenario dantesco, mantienen el orden. También está la fauna mediática de reporteros de cadenas de televisión de todo el mundo que, con generadores y luces, transmiten en vivo y en directo el éxodo bíblico.
Yo voy contramano. Mientras todos salen de la exrepública soviética al centro de una disputa que ha trastocado al mundo, yo entro a Ucrania por segunda vez. El jueves pasado me vi obligada a evacuar de Kiev, la capital del país, aún cercada, objetivo de bombardeos, en compás de espera de un inminente asalto que nunca llega y probablemente la pieza clave de la negociación final entre los adversarios.
Después de estacionar el auto en un estacionamiento lleno de barro a un kilómetro del puesto fronterizo, Piotr me acompaña a pie hasta donde lo dejan. Llevo más peso que cuando entré por primera vez: además de mochila y trolley (valija con ruedas), esta vez llevo un bolso negro que guarda mi chaleco antibalas. La otra vez lo había dejado en la baulera de Roma. Jamás pensé que las cosas degenerarían como luego degeneraron.
Aunque al momento no es necesario en Lviv, igual hay que tener chaleco y mi marido me lo mandó vía DHL hasta la casa de Piotr. Pesa unos 15 kilos, estuvo en Irak y lo tengo desde que me vi obligada a comprarlo, en Israel, durante la Segunda Intifada. Además, llevo otra gran bolsa con medicamentos, dulces y cuadernos y marcadores para chicos -la mejor forma de sacar afuera el trauma-, que Piotr le envía a refugiados que están siendo ayudados por el seminario greco-católico de Lviv, que, además, me dará alojamiento.
Se cuentan con los dedos de una mano las personas que de repente entran, como yo, en la oficina de control fronterizo de salida polaca. Junto a mí hay cuatro voluntarios de piel oscura y turbantes de una ong humanitaria llamada “United Sikhs”.
Hardayal Singh, su director, me cuenta que llegaron desde Nueva York, que tienen todos pasaporte estadounidense y que están repartiendo comida caliente a la marea humana. Como llevan en carritos de supermercados unas grandes ollas para los refugiados que están del lado ucraniano, cuando les pido si por favor pueden poner también mi chaleco y mi caja de medicamentos en uno de los carritos, enseguida, muy amables, me dicen que “claro que sí”.
Llevar todo eso sola hubiera sido terrible. En el trayecto en la tierra de nadie de casi un kilómetro que hacemos juntos hasta el puesto de control de entrada ucraniano, Hardayal me cuenta que como esta zona del mundo está colapsada por la crisis y no hay hoteles, están parando en una ciudad polaca que queda a 150 kilómetros. De ahí van y vienen todos los días hasta la frontera.
En la segunda etapa del trámite, el control fronterizo ucraniano, además de mostrar el pasaporte, a la soldada que atiende detrás de un vidrio también muestro mi credencial de periodista. Solo eso, o una identificación de algún organismo humanitario, puede explicar el porqué de la entrada a un país en guerra.
Del otro lado de la frontera -gracias a la organización de Piotr, mi “ángel de la guarda”-, me está esperando el padre Ivan, sacerdote greco-católico de Lviv que estudió ocho años en Roma y habla perfecto italiano. Para reconocernos en medio de la multitud, anoche hicimos una videollamada.
También le mandé por Whatsapp un videíto, el último, que había hecho hace unos días desde la plaza Maidan de Kiev, despeinada y con mi campera verde. Y para estar segura de que nos encontremos, al acercarme a suelo ucraniano, emocionada, también lo llamo por teléfono para advertirle que estoy llegando junto al grupo de voluntarios de turbante con carritos de supermercado. Algo infalible.
En cuestión de segundos, nos saludamos con un abrazo, en medio de una marea humana en fila que espera hacer mi trámite, pero a la inversa. “En comparación a hace unos días, la verdad es que hay menos gente ahora”, me dice don Ivan, al volante de otro auto que me lleva hacia Lviv, que queda a otra hora de viaje.
En la ruta, amén de ver más carpas de organismos humanitarios que reciben a refugiados, en cada camino transversal que lleva a poblados rurales de la zona, se ven las mismas barricadas realizadas con bolsas de arena, vigas de metal, troncos, banderas ucranianas amarillas y celestes, que había visto a lo largo de la Ucrania profunda que había recorrido en mi evacuación de Kiev hasta Moldavia y luego a Rumania.
A diferencia de los pueblos desolados y vacíos por los que había pasado, aquí, en el oeste, la gente no ha huido en masa. “La mayoría no se fue de Mostysca”, me cuenta Andrei, maestro de violín de este poblado, que acompañó a Andri a buscarme a la frontera.
Acá no han llovido bombas como ocurrió en Kiev, en el este y el sudeste del país, ¿hay miedo? “Todos tienen miedo, solo los locos quieren morir”, contesta don Ivan. “Aunque en los últimos dos días no sonaron en Lviv las sirenas antiaéreas... Parece que la acción militar rusa está concentrada en la parte oriental”, agrega, mostrándose por otro lado muy escéptico de las negociaciones que mantendrán mañana en Turquía los cancilleres ruso, Serguei Lavrov y ucraniano Dimitro Kuleba. “No creo que vaya a pasar nada con eso, los rusos siguen bombardeando pese a la supuesta tregua y los corredores humanitarios. Hoy hasta bombardearon una maternidad de Mariupol, algo criminal”, agrega.
Comienza a atardecer y llegamos a Lviv, ciudad con barricadas y checkpoints, pero totalmente distinta a Kiev, porque tiene vida. Aunque las escuelas están cerradas desde el comienzo de la invasión, así como algunos negocios, hay tránsito en las calles, los supermercados están abiertos y hasta se ven comerciantes que venden por la calle frutas.
“Aunque en los primeros días de la guerra no quedó nada, no se conseguía pan, ahora la cosa está más tranquila, hay abastecimiento, solo escasean harina y arroz, porque de todos modos la gente teme que las bombas también lleguen acá y quedarse sin comida”, dice.
“Los militares defienden tu tranquilidad”, reza un cartel publicitario inmenso, que adjunta un número de teléfono de emergencia para llamar, que se levanta en la periferia de la ciudad. Al contrario de su delicioso y antiguo centro histórico, se ven grises monoblocks y fábricas con chimeneas humeantes.
Aunque son muchos más los carteles publicitarios, de fondo negro con leyenda blanca, que mandan “a la m”... a los soldados rusos. “Hay polémica con eso, el metropolita (máxima autoridad religiosa) de Lviv le pidió al alcalde que los sacara porque no debería haber malas palabras en nuestras calles”, apunta el padre Ivan.
Otro cartel negro con leyenda blanca es más elegante: “Soldado ruso, detente, no mates a un alma por los oligarcas de Putin. Andate sin sangre en las manos”.