Redacción. Los corresponsales de guerra son una raza especial, algo así como una élite del periodismo. Están obligados a moverse en las condiciones más adversas y peligrosas, sujetos a todo tipo de imponderables, bajo un imperativo irrenunciable: no dejar de reportar lo que sucede ante sus ojos.
Esto significa que, además de exponerse a infinitos riesgos en territorios desconocidos y hostiles, a veces sin refugios seguros donde dormir e improvisando con lo que hay a mano para alimentarse, abriéndose camino entre lenguas incomprensibles e interlocutores extraños y poco fiables, nada tendrá sentido si no envían, en tiempo y forma, sus despachos informativos, sean fotos, videos, audios o textos, aunque sean dictados por teléfono palabra por palabra por la contingencia que sea.
Eso es lo único que importa. Han dejado atrás familias, obligaciones y rutinas confortables, pero tienen una misión por delante y nada debe interponerse ante ella: ser los ojos de sus compatriotas en el polvorín del mundo que los ha convocado. Allí, en esos confines remotos y siniestros, envueltos en chalecos antibalas y cascos militares, munidos apenas de sus anotadores, cámaras y celulares, el vértigo y la motivación van, paradójicamente, de la mano. Trabajan bajo una adrenalina incomparable y una buena dosis de sana inconsciencia. No es para menos. La historia misma transcurre frente a sus narices.
Los corresponsales representan la esencia del periodismo profesional, que reporta desde el lugar de los hechos, mirándolo todo de cerca, calibrando tonos, matices, sonidos, colores y que no deja lugar a dudas, como ocurre en el mundo de las redes sociales. En la era de las pantallas confirmamos que la vivencia y el testimonio directo resultan irreemplazables.
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Primera experiencia en 1996
Elisabetta Piqué, la enviada de La Nación de Argentina a Kiev, es una de esas rara avis, una profesional implacable que lleva cubiertas guerras, revoluciones, caídas de regímenes dictatoriales y estruendos de todo calibre y pelaje.
Con sus 54 años a cuestas, 26 de ellos en La Nación, hizo sus primeras armas fronteras afuera cuando el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) tomó a sangre y fuego la embajada de Japón en Lima, Perú, allá por diciembre de 1996, que concluyó con el exterminio de todos los terroristas por parte del gobierno de Fujimori.
A ese bautismo de fuego le siguió la caída del tirano Suharto en Indonesia, en 1998. Ese mismo año Elisabetta viajó a cubrir la guerra en Kosovo, en plena desintegración de los Balcanes, en aquel momento tierra de nadie. La Nación destacó en ese conflicto armado a otros dos enviados especiales, Gabriel Pasquini y Silvia Pisani.
En 2001, Piqué fue testigo de la Segunda Intifada, en Palestina. Sus vibrantes crónicas desde Afganistán poblaron las tapas de La Nación en 2001. Un año después pudimos leerla desde Irak, cuando invadieron las tropas de una coalición internacional encabezada por los Estados Unidos, a la que se sumaron Gran Bretaña, España e Italia, entre otros países.
Los siguientes pasos de esta extraordinaria trotamundos del periodismo fueron para dar cuenta de la Primavera Árabe en el norte africano, con las caídas de Hosni Mubarak en Egipto y de Muamar Khadafy en Libia, en 2011.
Elisabetta es corresponsal de La Nación en Italia, radicada en Roma, desde 1999. Pocos saben que es madre de dos hijos adolescentes y esposa de un periodista irlandés especialista en asuntos del Vaticano. Dos libros de su autoría dan cuenta de su vasta trayectoria profesional: Diario de guerra, en el que narra en primera persona sus vivencias en Irak y Afganistán, y la biografía del papa Francisco, Francisco, vida y revolución.
El sábado, a las 10 p. m. de Kiev, nuestra enviada sonaba serena: “No me importa dormir en un garaje. Estoy contenta de estar acá. Quisieron evacuarme pero vine a cubrir esta guerra. Mi familia es fundamental, tanto mi marido como los chicos saben que este es mi trabajo”, nos dijo.
Tradición
Elisabetta cumple con una larga tradición de La Nación en materia de coberturas bélicas. Durante la guerra de los ingleses contra los bóeres La Nación siguió por los extraordinarios despachos de Winston Churchill, cuya reproducción para la Argentina compraba este diario a servicios noticiosos del Reino Unido. Churchill, entonces corresponsal en lo que es hoy Sudáfrica, enviaba gran parte de sus artículos por barco: se publicaban con dos o tres días de retraso.
Francisco Domínguez, el Gallego, concluyó sus años en La Nación como jefe de la sección Policiales, pero su más extraordinaria cobertura fue una guerra, no un enfrentamiento entre policías y delincuentes.
Domínguez cubrió para este diario la guerra del Chaco de 1933 a 1936, entre Paraguay y Bolivia. Veteranos periodistas de memoria prodigiosa aún hoy recuerdan que solía contar que las condiciones del terreno eran notablemente secas. Si te ibas a un matorral a realizar las evacuaciones propias de la fisiología humana, pronto el lugar se llenaba de moscas e insectos atraídos por la humedad de los líquidos.
Desde Bélgica, los primeros años de la gran conflagración mundial de 1914– 1918 fueron cubiertos por el autor de La Australia Argentina, Roberto Payró, el hombre por quien ingresó en el diario uno de sus grandes periodistas, Alberto Gerchunoff. Fernando Ortiz de Echagüe cubrió desde París el estallido de la Segunda Guerra Mundial y sus meses siguientes. En junio de 1940, cuando el Ejército alemán ocupó París, abandonó hacia Burdeos la ciudad acompañando al gobierno del Frente Popular Daladier.
El único caso de un corresponsal que fue al frente de batalla contra la opinión de la dirección del diario, que quería preservar su vida, fue el de Ignacio Ezcurra. Hay un libro, Ignacio Ezcurra hasta Vietnam, con sus valiosas notas desde la guerra. Murió en las calles de un barrio dantesco en su tiempo en Saigón, Cholon, sin que se sepa bien quién lo mató. Su cuerpo fue reconocido merced a una foto de un reportero gráfico japonés de Associated Press. Como recordó Bartolomé de Vedia en el libro, Ezcurra alcanzó a enviar desde Vietnam una decena de crónicas “notables por la fuerza comunicativa y la intensidad con que transmitían la vivencia de un país en guerra”.
Imposible olvidar el dramatismo de las grandes crónicas que despachó Carlos Reymundo Roberts, en 1991, durante la Guerra del Golfo Pérsico. Era la primera vez que La Nación destinaba a unos de sus periodistas a un conflicto armado desde la muerte de Ezcurra. Roberts reportó desde Israel, país que era blanco casi a diario de los misiles Scud, con toda su secuela de destrucción y muerte, especialmente sobre Tel Aviv.
Al momento de viajar, su mujer estaba embarazada de siete meses. Calculaba una cobertura de, a lo sumo, un mes, con lo cual llegaría a tiempo para el nacimiento. Pero no todos los días un marido se va a la guerra. Mientras nuestro enviado cruzaba el océano Atlántico, el impacto de la noticia apuró los tiempos. Nació Felipe, al que su padre recién conocería a los 45 días.
Entre los corresponsales de guerra rige algo así como un código de honor no escrito: en el campo de batalla no hay rivales, todos son colegas a los que se brinda asistencia y colaboración, por más que caminemos junto a un enviado de medio competidor. Existen mil anécdotas en ese sentido. Acaso valga la pena rescatar una. Un cronista de La Nación llega a Puerto Príncipe, la capital de Haití, en 1994, para cubrir el intento de desalojo del dictador Raoul Cédras por parte de una fuerza militar multinacional, comandada por los EE. UU., de la que la Argentina formaba parte.
Con el aeropuerto cerrado, solo podía accederse a Puerto Príncipe tras un largo viaje en remise desde Santo Domingo, República Dominicana, cruzando por el destacamento El Paso, donde carteles advertían que se estaba ingresando a una tierra de malaria y otras pestes. Centenares de periodistas de todo el planeta copan los hoteles. El Hotel Montana, lo más rescatable de la capital del país más pobre del hemisferio, está copado por el gigantesco equipo de la CNN, con su niña mimada, Christiane Amanpour.
No hay lugar donde dormir. El cronista de La Nación pernocta dos noches en una bodega entre lagartijas e insectos. Al tercer día espía en la recepción de un hotel que en una de las habitaciones había un hombre de Clarín. Va y toca la puerta. El colega abre y en ese resquicio se advierte que en esa habitación sobra una cama. “Hace dos noches que duermo casi a la intemperie. Si me hacés lugar, te juro que no molesto ni interfiero”, le implora. No hay discusión. Se impone la camaradería. La guerra tiene estas cosas.